SAN FRANCISCO DAYS (II): CHRIS ISAAK

BREVE CRÓNICA DE UN VIAJE A LA COSTA OESTE

ESCRIBE: JORGE CAÑADA

Siri tiene el aspecto de uno de esos prodigios indios del ajedrez. Rostro inocente y nombre impronunciable. No disimula la molestia que le causa mi presencia. Me cuesta encontrar la razón de esa incomodidad, hasta que descubro que soy el único obstáculo entre él y el curry que espera detrás de la recepción del Morro Bay Beach Inn. Solo recobra cierta naturalidad cuando advierte que soy argentino y me pregunta si mañana veré el partido. Aprovechó la oportunidad para ganarme un late check out, que me asegure una pantalla a la hora en que la selección se juegue la clasificación contra Nigeria. Siri cree en el milagro, pero su deseo de suerte con los dientes apretados desmiente su exceso de confianza en Messi. Señala mi camiseta de Chris Isaak. Le pregunto si le gusta. Me dice que es bonita, que por sus colores adivinó que yo era argentino (la prenda que llevo puesta matiza tonos verdes y amarillos). Le aclaro que me refería a Isaak, a su música. Me dice que no lo conoce. Menciono “Wicked Game”, pero antes de prolongar el malentendido, me adelanto y le pido que me ayude a encontrar un lugar donde comer.

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Morro Bay pudo ser el escenario que inspiró a Peter Benchley cuando imaginó que un tiburón gigante podía alterar la apacible existencia veraniega de un pueblo costero, a la vez que salvar su propia vida, la de sus editores y unos cuantos productores de Hollywood. Sin embargo, mientras camino sus calles en busca de comida, el paisaje se parece más al escenario de “La Niebla” de Stephen King. Entre el espesor de la bruma solo se distinguen las chimeneas de la central de energía, tan desmesuradas como el peñón que da nombre a esta playa a mitad de camino entre Pasadena y Napa.

Mito o verdad, o ambas cosas, las andanzas antropófagas de los tiburones no hacen mella en los cientos de surfers que cada día surcan las aguas del Pacífico en estas costas. Me acerco a la orilla. Veo a dos jóvenes algo alejados del epicentro de la escena, que a esta hora del día está en el mar. Con sus figuras de semipesados dibujan torpes sombras munidos de unos guantes de sparring algo anticuados. A un costado, una guitarra casi descartada sobre una roca. Más allá, en ese afán por abarcarlo todo, una longboard clavada en la arena húmeda también los denota principiantes en el arte de remontar olas. Chris Isaak les diría que jugar en el agua resulta más divertido que esquivar golpes en la cabeza.  Se los diría con razón. Era 1979 cuando un intercambio universitario lo llevó a Tokio. Entre las clases y la guitarra, despuntaba el hobby familiar haciendo guantes en el gimnasio. Le rompieron siete veces la nariz, pero aún hoy se ufana de no haber sido noqueado jamás. Después de ser noqueado por Sonny Liston, Floyd Patterson le dijo a Gay Talese: “No es una mala sensación…no duele, y sientes el afecto de todo el público, pero luego esa sensación te abandona,    caes en    la cuenta de dónde estás, qué haces ahí, lo qué te acaba de pasar, lo que sientes es una herida confusa, y lo único que quieres es una trampa en medio de la lona…una trampa que se abra y te caigas por ella”. El mismo vacío que describen los músicos después de un show.  

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Hasta Santa Cruz se suceden San Lucas, Soledad, Salinas. Luego, antes de llegar a Napa, seguirán San Francisco y Sausalito. Entre las olas suaves de la Bahía de Monterey, un pesquero transporta la pesca del día. Esta ciudad dominada desde su playa por un parque de atracciones omnipresente, fue la cuna del surf y es mi anteúltima parada hasta el destino final del viaje. Entro en el Santa cruz Diner en el 909 de Ocean Street. Recorro con mi mirada las paredes atiborradas de objetos y reparo en una diminuta reproducción de “La gran ola de Kanagawa”, esa captura del segundo previo al caos, el momento en que la espuma se rompe. Tal vez sea en este sitio donde Isaak descubrió su pasión por el surf durante los ratos libres que le dejaba su trabajo de camarero. Esa época en la que dormía en la parte trasera de una pick up aparcada frente a la playa. Quizás aquí haya nacido el concepto de Baja Sessions, esa oda al road trip por la costa californiana más allá de Tijuana, hasta un lugar con más cactus que gente. Su modesto giño a la cultura surfer.
     
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Tarde de un día radiante. Me asomo al Uptown Theatre.  Un coqueto edificio art deco enclavado frente a la enésima iglesia presbiteriana. Ocho décadas y un par de reaperturas, la última luego del terremoto que afectó a Napa hace apenas cuatro años, y de cuya reconstrucción Francis F. Coppola fue benefactor. Viñedos y arte, una combinación irresistible para él. En la calle lateral reluce el Tour bus donde anoche, y sin quitarse su gorra de béisbol SWAT, entre bocados de sándwich de sardinas y dando sorbos a un batido de palta, el Cantante vio Loving You. Una vez más se rindió ante la historia de Deke Rivers, ese cadete algo impulsivo que en un abrir y cerrar de ojos pasa de descargar cajas de cerveza a derrochar talento a fuerza de voz y carisma. Para Deke, solo se trata de responder sin esfuerzo al llamado inapelable del oráculo: “levántate y canta”, simplemente eso. Hay una guitarra que no precisa ser enchufada o afinada, no hace falta ensayar con la banda, ni preguntar “¿En qué clave está la canción?”. Solo levantarse y cantar. La gente aplaude. 
Otro show quedó atrás. El Cantante se pasea por los rincones de su casa. Una vivienda cómoda frente al mar desde donde puede ver aprendices de surfers y púgiles anónimos. Se siente Mr. Lucky. Pasea su bajón por los pasillos interminables. Algunas agujas de sol se clavan entre las rendijas de las persianas caídas. Lleva la guitarra colgada por la espalda como un Elvis Made in Las Vegas o un Johnny Cash en el ojo de un huracán de furia. El mástil apuntando al piso. Hay vinilos apilados en el piso, algunos de los que compraba con su madre en las tiendas de segunda mano. Ya no tienen sus tapas, o están manchadas por una humedad salina, que en algunos casos intervino con criterio artístico las portadas originales. A veces, en cuclillas y sin quitarse la guitarra colgante, aún se entretiene manipulando las perillas de su vieja radio como el comandante de una nave cósmica sin rumbo.



El Cantante recuerda su propio derrotero a la fama, mucho más agreste del que ese joven interpretado por Elvis recorre en la película que acaba de ver. Recuerda los eternos madrugones de su padre para ir rumbo al aserradero, o el trabajo nocturno de su madre en la fábrica de patatas fritas, mientras él pasaba la noche pegado al auricular de su vieja Silvertone de madera sintonizada en el 99.3 de la emisora local KJOY (Lite Rock. Less Talk!). Recuerda cuando a los trece se compró su primera grabadora y empezó a escribir sus propias canciones, acompañado de una armónica e intentando imitar a Hank Williams, Lefty Frizzell o Whitman Slim. Recuerda su foto sosteniendo una guitarra pegada en el tablón de anuncios de la tienda de música de Stockton. Recuerda la sonrisa socarrona de los empleados de la tienda cuando vieron que citaba a los desconocidos Connie Francis y Troy Shondell, como sus influencias. Además de Elvis y Jerry Lee Lewis, claro. Pero Stockton no era exactamente una meca para los músicos, y cuando buscó una banda de respaldo, el grupo de talentos locales no era más que un puñado bien escaso. Pero ahora cuando avanza entre el público con su propia versión de “Doin the Best I Can”, por un instante de alguna manera difusa, él también se ve como una encarnación del Héroe de la Clase Obrera. Ve a Elvis reconociendo en el joven Deke el reflejo de su propio ascenso al Olimpo.

"¡Hice otros trabajos! - piensa el Cantante-, de esos en los que miras el reloj cada 5 minutos, y media hora dura una eternidad, y ahora toco música para vivir, soy Mr. Lucky!"

Cuando seis canciones más tarde arremeta con “Pretty Woman”, la memoria de Orbison merodeará como la sombra que le rememora sus días de gira con el crooner melancólico por excelencia. Sin duda, sus días más felices. Pero el recuerdo también lo enfrenta con la eterna comparación de aquellos que insisten en verlo como la vuelta a la vida de Big “O”. A veces cree que Bertolucci lo convenció para aceptar el papel de Dean Conrad, ese padre atribulado del Pequeño Buda, solo por esa escena en que le dice al Lama Norbu: “No creo en la reencarnación”. Y apenas transcurrida una cuarta parte del show, la sinuosa guitarra filtrada por un sonido de cuerdas MIDI que abre “Wicked Game” le recuerda el aporte esencial de ese heredero silencioso de Duane Eddy y Link Wray que es su amigo James Calvin Wilsey, en ese momento ni siquiera imagina que su viejo compañero de andadas morirá seis meses después. Pero hace veinticinco años que Cal ya no es el dueño de esa guitarra, y aunque Hershel Yatovitz lo hace muy bien, desconoce ese ingrediente oculto que todo clásico lleva en sus entrañas, y que incluso su creador no podría develar, porque él tampoco lo conoce, simplemente lo interpreta.  Aún puede escucharse el eco del aliento que el Cantante lanzaba antes de que Wilsey arremetiera con su solo… ¡Enférmales Cal!

Por un momento, esa sinusoide sónica lo transporta a la atmósfera de un western crepuscular y evoca al Colorado Ryan de “Rio Bravo”. Un Ricky Nelson inspirador, gastando cuerdas al son de “Get Along Home, Cindy" para deleite de Chance, Dude y Stumpy. Cómo le hubiera gustado interpretar ese papel, piensa el Cantante. Por eso huyó discretamente de ese universo flotante en el que su amigo David Lynch decidió vivir. Pudo eludir algunos compromisos, pero el Agente Chester Desmond estaba hecho a su medida, solo había que caminar con el fuego y eso le resultaba tan familiar como la devoción de Johnny Cash hacia June Carter hecha canción llameante, o su propia versión de los hechos “…El Mundo se prende fuego y nadie puede salvarme excepto tú...”. Pero se dejó extinguir lentamente, como se dejó extinguir Julee Cruise, otra chispa esparcida por la combustión creativa del genio de Twin Peaks.

Él siempre quiso ser el Capitan Bullit y protagonizar con su propio Chevy Nova ´64 la legendaria persecución por las empinadas calles de San Francisco, o ponerse en la piel del Sr. Rubio, ese maleante solo concebible por un Tarantino hambriento, para quedarse con la oreja de su rehén cual trofeo de un torero con traje espejado de 17 libras. Desde que era un estudiante en la Stagg High School supo encontrar un mundo distinto al que le ofrecían, quería vestir sus camisas hawaianas, trajes de lana estilo años cuarenta, viejas chaquetas Letterman, zapatos puntiagudos y diseñar su futuro de rock star, cuando camino al trabajo en la Stockton Box Company, su padre lo dejaba en la escuela a las 5 AM.

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El Cantante dice que no cree que vaya a ser especialmente recordado. Solo quiere hacer bien su trabajo. No gasta mucho dinero, no tiene hábitos caros. ¡Ah! ¡Y ya compró su tumba! Cuando murió su padre le compró una, y entonces pensó que más le valía comprar otra para su madre. Y había una tercera, así que  dijo “deme   las   tres”.   Le   advirtieron  que en las lápidas solo podía escribirse el nombre. Está a solo cien metros de donde creció, al lado del sitio donde nació, donde su padre trabajó toda su vida. Estará al lado de ellos y habrá una piedra que ponga Chris Isaak. Eso es todo, dice el Cantante, ese es el final de la historia.

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Llegando a Los Ángeles, el rumbo de los incendios va decidiendo mi propio camino. Estoy a unas pocas calles del Westwood Village Memorial Park, el cementerio donde enterraron lo que Frank Zappa dejó el día en que murió. Pienso en Zappa y su propio incendio. Aquel que azotó el Casino de Montreaux durante su show e inspiró el inmortal “Smoke on the Water” de Deep Purple, el riff de Ritchie Blackmore, la letra de Ian Gillian. Mucho antes de morir, Frank tenía listo su epitafio: “Recuerda que la información no es conocimiento. El conocimiento no es sabiduría. La sabiduría no es verdad. La verdad no es la belleza. La belleza no es el amor. El amor no es la música. La música… la música es lo mejor.”. En su lápida no dice nada. En el Westwood Village Memorial Park no permiten inscripciones sobre las tumbas.

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