1917 (Director: Sam Mendes / UK-USA)


En “La Soga” (1948), Alfred Hitchcock aplica el plano secuencia para instalar el suspenso en un espacio cerrado y claustrofóbico. Hitchcock sabía que el recorrido largo de la cámara, sin interrupciones, galvanizaría el sadismo, la hipocresía y la culpa en esa suerte de velada macabra organizada por una pareja de asesinos en un departamento en Nueva York, teniendo como invitado, entre otros, al cadáver de la víctima oculto en un baúl. El plano secuencia de ‘La Soga” dura ochenta minutos y su director introdujo cortes invisibles para que el espectador no se percate del cambio de bobinas, generando un doble efecto: por un lado, dinamizó un filme hablado, discursivo, contradiciendo el teatro filmado; y, por otro, aproximó al espectador a la entraña criminal y a sus delirios. 
Decimos esto porque “1917” (2019), la nueva película de Sam Mendes, está filmada en un único y gran plano secuencia de dos horas de duración, con cortes más invisibles que en “La Soga”, gracias al avance de la tecnología digital, que genera un efecto de continuidad, inmediatez, verismo y fisicidad en el espectador sobre el horror de la Primera Guerra Mundial y los peligros de una misión en un "territorio de nadie". Pero, la planificación o parti pris en “1917” de la fotografía y de la puesta de cámara apenas y dejan entrever el pensamiento del director sobre el cine. Hitchcock no quería impresionar, solo contar una historia después de que los hechos en la ficción habían ocurrido, utilizando los medios expresivos del cine, dilatando el descubrimiento de la verdad. Sam Mendes, en cambio, diseña su película con cálculo, apostando al espectáculo, a la composición visual, al movimiento gimnástico, a potenciar la violencia bélica. Y no penetra en el alma de sus personajes o de la Gran Guerra. Solo se mueve en sus contornos. 
El plano secuencia fue, por muchos años, el paradigma del cine realista, imitador de la vida, que debía romper las barreras del tiempo y del espacio para contar con sentido funcional y próximo, historias reales. Pero también constituye un artificio, una finta, una cuestión moral como apuntaba Godard, un atajo que debe saberse utilizar; sobre todo por esos directores que evitan o no saben cómo contar una historia o describir a sus personajes, no sin antes mover la cámara por todos lados o hacerlos hablar hasta por los codos.
Hay un vínculo muy fuerte entre “1917” y Sam Mendes. La historia se basa en los relatos de su abuelo, Alfred Mendes, veterano de la Primera Guerra Mundial. Y esos afectos afloran en varios buenos momentos de la película, por ejemplo, cuando el actor George McKay llega al bosque y se encuentra con un regimiento que escucha un himno religioso interpretado a capela por un soldado; pero esa entraña afectiva se dilapida en un proyecto que prioriza las sensaciones y las ideas de rodaje antes que las ideas sobre el cine, que no es lo mismo. (ÓSCAR CONTRERAS)

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