2021 EN TIEMPO DE IMÁGENES: UNA MIRADA RETROSPECTIVA

ESCRIBE: ROGELIO LLANOS Q.

Tenemos una frontera para nuestra selección fílmica del año pasado: debemos limitarnos a películas que se hayan realizado en los últimos años. Así pues, de las casi doscientas cincuenta películas que hemos visto en el 2021 utilizando la plataforma de Netflix y los vídeos y Blu-rays de los que nos hemos apertrechado para no morir de inanición en estos tiempos de pandemia, hemos tomado unos cuantos títulos, sin orden de preferencia, para comentarlos a manera de selección. 

Si tuviéramos que quedarnos con un único filme que muchos pudimos ver por primera vez en el 2021, sin duda sería “Wiñaypacha” (2017), ópera prima del joven cineasta peruano Óscar Catacora, que muriera a la temprana edad de treinta y cuatro años, mientras rodaba su segundo largometraje. La rutina diaria, convertida en una suerte de ritual, de una pareja de ancianos que viven solos y abandonados en la puna es el motivo central de su filme. Las potentes imágenes de Catacora -planos largos y fijos en los que entran y salen los personajes, siempre en comunión con la naturaleza (la tierra, los animales, las hierbas, la montaña)- descubren gratamente las influencias del cine japonés que impactaron y formaron al cinéfilo convertido luego en joven y prometedor director de cine. Óscar, como bien lo menciona el cineasta Joel Calero, descubrió tener la estirpe de los grandes hombres de cine. 

Los paisajes westernianos fueron revisitados con éxito por cineastas nuevos en el género como Paul Greengrass, y por un director, tan viejo y tan sabio, como Clint Eastwood. De Greengrass vimos “Noticias del gran mundo” (2020), donde se interna en los predios del wéstern, y con mirada serena y hábil trazo construye una historia de aprendizaje y de nacimiento de afectos entre un antiguo combatiente de la guerra civil y una niña que es rescatada luego de haber sido secuestrada por los indios kiowa.

En “Cry Macho” (2021), Clint Eastwood nos repasa con nostalgia la lección: en el actual oeste americano el caballo ha sido reemplazado por el auto, pero los recuerdos de un lírico y heroico pasado, parando en medio del camino a la hora del crepúsculo, con las noches vividas a la intemperie y junto a una acogedora fogata, aún persisten. En esta ocasión, el deseo de retornar al camino y a la pradera están vinculados a una misión de rescate en la que el viejo Clint se enfrenta a una variopinta serie de personajes, pero su combate de ahora tiene lugar ya no con pistola en mano sino con la sagacidad y prudencia de un anciano cuya ilusión final es recorrer aquellos parajes que fueron testigos de su épica aventura juvenil y recalar en un pequeño lugar de ese sur amado por Sam Peckinpah, en algo que se parezca a un hogar, a mirar la puesta de sol.

Quizás porque el deterioro de la política y sus malas prácticas están a la orden del día en nuestro país, un filme como “Invierno en el fuego” (Evgeny Afineevsky, 2015), nos motivó a revisarla con interés.  El escenario es Kiev, capital de Ucrania. Y la revuelta popular que allí se muestra tenía a la frustración colectiva como motivo principal. En efecto, las expectativas de los ucranianos de formar parte de la Unión Europea se frustran luego de que el presidente Yanúkovich, siguiendo las disposiciones de Vladimir Putin, rompe las negociaciones y prefiere enfrentarse a la población. La gente, entonces, acudió en masa a la plaza de Maidan a protestar. La represión desatada fue durísima. Tras 93 días de rebelión el presidente renunció, pero el costo social fue elevadísimo: más de cien muertos es la cifra oficial (otros han hablado de más quinientos), miles de heridos y desaparecidos. El documental logró registrar en toda su crudeza -los planos de detalle y la cámara en mano, así lo permitieron ver- los enfrentamientos violentos entre la población indignada por la burla del Ejecutivo en complicidad con los congresistas y la policía y fuerzas paramilitares. Al margen de lo logrado en la revuelta, la sensación general de tristeza e insatisfacción tenía un asidero: Rusia, que apoyó al tirano, no se quedaría con los brazos cruzados y la anexión de Crimea fue su acto vindicativo.

Hacía ya buen tiempo que no accedíamos al cine de Werner Herzog. “Family Romance” (2019) fue un buen pretexto para hacerlo. En esta película, el cineasta entra en apariencia en el dominio de la ficción. Nos introduce en la rutina de algunos personajes y de sus familias y, de pronto, nos damos con la sorpresa de estar frente a la construcción de una ficción. Porque el alquiler de familiares -hacerse pasar por un padre, un novio, etc.- o la simulación de momentos felices a gusto del cliente, y su construcción cinematográfica, no han salido de la imaginación del guionista o del cineasta. Es la realidad la que ha impactado en el cineasta que ha encontrado allí el motivo para hacer su filme.  Japón es un país que ha crecido muy rápidamente y, quizás por eso mismo, la sensación de tugurización y deshumanización acelerada está en el imaginario de muchos. Es sobre ese proceso involutivo, en medio de todo el desarrollo urbanístico y tecnológico que Herzog lanza una mirada que en su apariencia de neutralidad -jamás Herzog acude a discursos desaforados a despecho de sus muchos personajes “bigger than life”- y serenidad resulta impactante y conmovedor. 

El testimonio de lo que ocurre ahora o en el pasado es una de las grandes fuentes de las que bebe el cine. Los acercamientos a esas fuentes pueden ser controvertidos y cuestionados por alguna de las partes involucradas. Tal es su riesgo. Y eso es lo que ocurre con “Dara of Jasenovac” (Predrag Antonijevic, 2020), que es una historia de supervivencia de una niña en un campo de concentración controlado por los croatas -aliados de los nazis- durante la segunda guerra mundial. Y es un filme que impacta porque aun cuando se narra una brutal historia ocurrida en los años cuarenta del siglo pasado, no se han olvidado los cruentos acontecimientos que tuvieron lugar en la guerra de los Balcanes a fines del siglo pasado. Si bien en este filme los serbios aparecen como víctimas del conflicto, no debemos olvidar que tanto croatas como serbios removieron nuestras conciencias haciéndonos reflexionar a qué profundidades puede descender el ser humano cuando el nacionalismo, la exclusión y el odio racial llegan a predominar en un orden social impuesto por la fuerza. 

No podemos negar que siempre estamos a la caza de películas que se enfocan en la carrera de una agrupación musical, en la vida de un intérprete, en la captura de uno de sus conciertos o en el registro de un determinado momento esencial en su evolución musical y humana. Mi gusto por la música y la admiración que siento por The Band me condujo hacia la visión de “Once Were Brothers” (Daniel Roher, 2019). Y no me defraudó. Efectivamente, alguna vez fueron hermanos, pero dieciséis años en la carretera no son pocos en la vida de una banda y el cansancio y los egos siempre aceleran el distanciamiento y la ruptura. Y eso fue lo que ocurrió con The Band que puso punto final a su carrera con el hermoso “The Last Waltz”. Pero ¿cómo empezó todo? ¿cómo fue posible que The Band se convirtiera en una de las bandas más influyentes de la historia de la música popular? Este documental producido por Robbie Robertson, guitarra líder, compositor y voz de The Band y basado en Testimony, su libro autobiográfico, nos resume la carrera de esa entrañable agrupación musical que acompañó a Dylan en sus años esenciales y gloriosos -el paso de la guitarra acústica a la eléctrica- y que mantuvo estrechas relaciones musicales y amicales  con Bruce Springsteen, Martin Scorsese, Eric Clapton, Taj Mahal, Van Morrison y otros personajes más que, con motivo del filme nos cuentan pasajes emotivos de la historia de la banda. Hay en el documental un momento memorable y emotivo cuando Robbie Robertson nos descubre la génesis de su clásico ‘The Weight’: música, creación y cine se conjugan allí maravillosamente. 

Y el año lo cerramos con el maravilloso “Get Back” (2021) de Peter Jackson. Sesenta horas de filmación y más de cien horas de audio fueron la materia prima que utilizó Peter Jackson para construir un filme que no es otra cosa que un tributo a la banda de sus amores. El producto final, un filme de cerca de ocho horas, captura a The Beatles en aquellos momentos vitales que precedieron a su disolución como banda: la creación de canciones, las discrepancias en materia compositiva y de ejecución, los afectos siempre presentes, los juegos y las bromas que hacían recordar sus años aurorales, las improvisaciones y pequeños homenajes a las bandas y compositores admirados, y un emotivo y sorprendente recital final en la azotea de los estudios. Imposible no quererlos más a Paul, George, John y Ringo luego de ver este hermoso filme, al que sólo es posible acercarse con cariño y admiración. 

Podríamos seguir hablando de muchos otros filmes que nos han gustado, pero el tiempo y el espacio no nos lo permiten. Sin duda, el cine, los libros y la música nos han servido de invalorable compañía en este año de reclusión en el que el mundanal ruido de las calles, con sus odios, maldiciones y polarizaciones, hizo de esta Lima gris un lugar inhabitable. Gracias a las imágenes de clásicos y contemporáneos, los textos de los escritores admirados y los sonidos de las bandas bien amadas pudimos hacer nuestros viajes imaginarios y, de vez en cuando, tocar las puertas del paraíso.

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