LA CANCIÓN SIGUE SIENDO LA MISMA

ROBERT PLANT & ALISON KRAUSS - “RAISE THE ROOF”

ESCRIBE: JORGE CAÑADA

“Cada vez que tuve que despedirme de algún amor, siempre me aseguré de que mi colección de discos estuviese a salvo en el baúl de mi auto. A veces las despedidas fueron demasiado apresuradas, así que no era posible mantener el orden alfabético. Pero siempre me fui con mis discos. Eso siempre fue algo esencial...”. El hombre suelta las palabras sin aclarar cuántas veces tuvo que cargar sus vinilos, ni qué tan pacíficas fueron las despedidas, pero todo hace pensar que solo debe fidelidad a la música. Robert Plant, de él se trata, sabe lo que es ganar y sabe lo que es perder. Tuvo todo lo que un joven puede aspirar a conseguir, y dejó en el camino mucho de lo que un viejo quisiera conservar hasta el último día de su vida.  Al menos, retuvo una buena cabellera, herencia de su madre gitana, y si bien sus icónicos agudos pueden haber quedado anclados sin remedio en algún doblez de los años ochenta, su voz añejada sería capaz de encantar serpientes. 

Alison Krauss aún graba sus canciones favoritas en discos compactos, una costumbre que le facilitaría huir con su colección algo más ordenada que la de Plant, aunque no tanto como podría hacerlo si supiera cómo armar una playlist en algún servicio de streaming. Hace un tiempo, mientras conducía por Nashville escuchando uno de sus compilados caseros,  volvió reparar en ‘Quattro’, la canción de Calexico inspirada en los rarámuris, un pueblo que vive en la Sierra Madre Occidental mexicana, conocido por su gran capacidad para correr cientos de kilómetros sin descanso. Un talento que los ha convertido en hombres serenos e inmunes a las enfermedades y a las tensiones de la vida moderna. Christopher McDougall, que escribió “Nacidos para correr” inspirado en la historia de los rarámuris, dice que ellos han respondido siempre a los ataques corriendo más lejos y más rápido que cualquiera para terminar refugiándose en la profundidad de las barrancas. Desde la llegada de Cortés y sus invasores, hasta los capos mexicanos de la droga, pasando por las correrías de Pancho Villa y sus jinetes temerarios, nadie pudo darles alcance.

Krauss recuerda que, al escuchar atentamente la letra de la canción, detuvo su vehículo en la primera intersección del camino e inmediatamente le escribió a Plant. Tenía la sensación de haber encontrado la chispa adecuada para encender la inspiración que venía esquivando los intentos por reunir un manojo de canciones que les devolviera el entusiasmo con el que hace catorce años encararon “Raising Sand”, el disco conjunto que, sorprendiendo a propios y extraños, se convirtió en un hito en la carrera de ambos. 

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“Raising Sand” fue un disparo al aire que hizo diana. Con semejante antecedente, su segundo acto estaba obligado a dar en el blanco, y en esa dificultad “Raise the Roof” encuentra gran parte de su mérito. Stephen T. Erlewine se refiere al sonido que el dúo logró en su primera reunión como “un relámpago en una botella, un tipo de magia que no podría ser reproducido”, para luego afirmar que esta secuela es la “prueba de que los rayos a veces caen dos veces.” La propia Krauss recurre a las alegorías voltaicas para explicar el tiempo transcurrido entre un disco y el otro: “ha sido como un relámpago”, una imagen que recuerda aquel “Sabemos a dónde vamos, y de dónde venimos. Entre dos oscuridades, un relámpago”, el verso de Vicente Aleixandre, aunque en formato de negativo fotográfico. Con el oficio de unos zahoríes que rastrean oasis subterráneos, Plant & Krauss vuelven a probar su talento para hurgar en los pliegues de la historia y encontrar canciones que a priori no exhiben demasiadas afinidades, pero que en el proceso interpretativo, o mejor con la artesanía productiva de T Bone Burnett y su séquito de intérpretes (hasta el mismísimo Bill Frisell se ha sumado al club), son deconstruidas y reformuladas, desprovistas de algunas prendas y vueltas a vestir con otras ropas, hasta un punto en el cual todas terminan conformando una unidad indisoluble e imposible de ser concebida de manera distinta. 

Una habilidad que solía reconocérsele a Joao Gilberto era la de haber encontrado una fórmula de interpretación, una ecuación perfecta de voz y guitarra, respiración y armonía, a partir de la cual todo podía ser convertido en Bossa Nova. Toda canción se transformaba en su canción como parte de un proceso espontáneo y no de una conquista o apropiación, su arte era el ejercicio pleno del don de la libertad. En ese punto reside el secreto que potencia esta colección. En lo que se quita y se agrega a cada una de ellas para darles una tonalidad y un sentimiento que las estiliza y les da un carácter novedoso, en ciertos casos transformándolas y en otras aportándoles sutiles pinceladas que tan solo realzan sus colores más discretos.

El dúo da testimonio de una época que solo perdura en estas canciones, sin importar su contemporaneidad o el preciso momento histórico del que proviene cada una de ellas.  De hecho, las hacen viajar en el tiempo, envejeciéndolas en unos casos, y resucitándolas en otros. Hay una ecualización natural en el modo de frasear y acarrear la melodía. Todas las canciones son distintas, y todas son iguales. Uno no se cansa del mar, aunque lo haya visto mil veces. El universo se muere un poco cada día, y aunque todo parece indicar que Dios se hartó de nosotros, de vez en cuando nos concede algún que otro milagro. ¿Tendrá acaso esta gente la fórmula que activa la debilidad celestial?

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“Raise the Roof” es el resultado de una misión ecuménica. A la hora de escoger el repertorio, hay elecciones que se repiten, otras que no sorprenden, y están las que forman parte de un verdadero regalo para curiosos y melómanos. Entre las reincidencias están The Everly Brothers, su balada blusera ‘The Price of Love’ se convierte en un proto trip-hop que destaca por sus contrapuntos vocales, y Allen Toussaint, de quien rescatan el ‘Trouble with My Lover’ para trocar su lujuria soul por una no menos efectiva sensualidad tántrica. En el territorio de las selecciones esperables, las intervenciones no son por ello más convencionales. A ‘Quattro (World drift in)’ le extirpan la sección de vientos para hacerla fluir con una tensión dramática acorde a su propio relato. Con ella inician el disco, y a partir de ese momento, todo avanza con la lentitud de la ingravidez, una cámara lenta que hasta cuando acelera suavemente, como lo hace con el ‘Can’t Let Go’ de Randy Weeks, lo hace sin apuro, dejando que cada acorde suene entero, en el momento indicado. 

Si “Raise the Roof” innova respecto de su predecesor, es con su rescate al folk británico. La cita a Anne Briggs confirma que se puede sostener actitud roquera cantando canciones que acumulan siglos en su ADN. Un acto de justicia, que Plant reafirma con la versión del ‘It Don´t Bother Me’ de Bert Jansch. Si en “Raising Sand” la dupla recreaba el ‘Please Read the Letter’ que Page & Plant habían estrenado en su Walking into Clarksdale, aquí se atreven con una nueva composición de Plant y T Bone Burnett (‘High and Lonesome’), cuya potencia contenida nos deja fantaseando con la pirotecnia de una guitarra cargada por el diablo. El sonido de la fusión de las voces de Plant y Krauss, es el eco de todas las voces posibles cantando al unísono todo el tiempo; un experimento que fuerza los límites de la teoría de la relatividad. Sobre la cuerda inquebrantable del soprano de Krauss, el arrullo de Plant reverbera como el eco del canto de los pájaros en los días nublados. La interpretación del dúo juega a demorar el desenlace, prolongando la tensión como en un final cinematográfico. Se hace eterno y fugaz a la vez, como todas las cosas importantes. 


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En el «El Rif, por la música», uno de sus tantos escritos de viajes, Paul Bowles cuenta que en 1959 recorrió zonas inhóspitas de Marruecos, dedicado a hacer un registro de los principales géneros musicales que podían encontrarse dentro de las fronteras del país. El relato le hace padecer al lector el agobio que el propio Bowles sufre por la falta de electricidad, la dificultad para trasladar e instalar el equipo, la negativa de algunas tribus para reunir y presentar a sus músicos, o el sopor del clima desértico impregnado por el exceso de kif (cannabis). En la escala de Einzoren la comitiva instaló el equipo de grabación en un edificio municipal en desuso lleno de mujeres y niñas que cantaban y tocaban suavemente los tambores. Estaban sentadas por parejas con las cabezas lo bastante pegadas como para poder cubrirse con una gran toalla turca. Dirigían las voces hacia el suelo, por lo que era imposible saber quiénes cantaban realmente. La canción era asombrosamente repetitiva; sin embargo, lo que más le molestaba a Bowles eran los murmullos y cuchicheos que se oían mientras cantaban; interferencias que el micrófono grabaría inevitablemente. En un momento, Bowles pudo dirigirse al caíd, la autoridad local, para preguntarle por qué las cantantes hablaban tanto, y él le contestó que era para preparar la estrofa que irían a cantar a continuación. La letra era improvisada. Media hora más tarde, con la cinta de grabación agotada, Bowles cruzó nuevamente la sala para preguntarle al caíd si todas las canciones serían así de largas. El caíd le explicó que podían seguir toda la noche, hasta que él las detuviera.  “¿La misma canción?”, preguntó Bowles. “Sí, la misma canción, ¿quiere que canten otra?” Le contestó el caíd.

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