CALIFORNIA DREAMING (I): ARROYO SECO
BREVE CRÓNICA DE UN VIAJE A LA COSTA OESTE
¿Cómo refutar a un
iluminado? ¿Cómo contradecir a quien todo lo contradijo? ¿Cómo desmentir a
Zappa cuando afirmaba que escribir sobre música es como bailar sobre
arquitectura? “Es gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe
hablar para gente que no sabe leer”, eso era el periodismo musical para Frank.
Pero aquí no se trata de escribir sobre música, ni de entrevistar a nadie, sino
más bien de intentar atrapar en el papel lo que la música es capaz de provocar
cuando todos nuestros sentidos están enteramente dirigidos a ella.
Ni bien llego al predio
contiguo al Rose Bowl, ese gigante que más que dormido parece abandonado, la
realidad comienza a transformarse. Hasta aquí hechos más o menos objetivos. Del
resto no estoy tan seguro, pero puedo contarlo.
Veo al fantasma de Tom
Petty corriendo detrás de un sueño, mientras esparce las listas de los bises
que le quedaron por tocar en la edición anterior del festival, todo bajo una
lluvia interminable que no deja rastros en ningún lugar. Veo a los Milk Carton
Kids con sus inocentes miradas de cuáqueros ensimismados cantando las canciones
que Simon & Garfunkel no llegaron a escribir, sobre todo una que se llama
“Freedom” y habla del futuro y dice que la libertad está brillando tristemente,
que las velas se queman en la memoria, y que la libertad es un sueño que se
desvanece. Una canción que no se parece en nada a una de Paul y Art que dice
que la libertad es un camino oscuro cuando estás caminando solo y que el
futuro es ahora. Veo a Belle & Sebastian imaginando a un Elvis reencarnado
en un gato suburbano que deambula por estacionamientos, vive de la caridad del
vecindario y se refugia en la camioneta del correo. Veo a Jeff Goldblum
repartiendo trivia de Jurassic Park después de fallar en su intento por
convencer al público del Willow Stage de que Herbie Hancock se había inspirado
en él para componer “Cantaoupe Island”. Veo al futuro de un Jazz de dimensiones
astrales pasar por las manos y los pulmones de Kamasi Washington con su
imponente figura de tótem psicodélico, mientras Pharoah Sanders repite la misma
escena con idéntico saxo tenor a trescientos metros y cuarenta años de
distancia.
Veo a Seu Jorge cantar
con la elegancia despreocupada de los cariocas, portador de una de esas almas
ligeras que son capaces de conquistar el mundo, incluso sin un balón en los
pies. Veo a The Pretenders y The Specials enviándose mensajes subliminales
desde escenarios enfrentados fusionando ska, punk, reggae, new wave y
rocksteady como si fueran dos caras de la misma banda buscando su identidad en
el pub de un pueblo fantasma inglés de fines de los setenta. Veo a Jack White
luciendo su figura de hombre de otro tiempo. Un personaje de Tim Burton. Un
joven manos de tijera después del diluvio universal, tocando música de ayer que
suena como si un millón de Voice o-Graph hubieran registrado todos los acordes
posibles al mismo tiempo. Veo a Neil Young detrás de escena. Tiene la mirada
perdida en el recorrido de uno de sus trenes a escala mientras repasa los
acordes de “Train of Love”, que finalmente no tocará porque cuando llegue el
momento, los Promise of the Real la confundirán con “Lotta Love”, y Neil les
seguirá la corriente, porque a los hijos de un amigo no se los desaíra.
En el medio de todo eso
un laboratorio de la NASA, jardines de flores exóticas, cervezas, vinos, platos
gourmet, pelotas de golf sepultadas en un campo de golf abandonado, protectores
solares orgánicos, y vinilos. Todo tiene precio.
Veo a Los Lobos viajar
al corazón de un banquete mexicano después del tequio de un día de Santa
Cecilia desbordado de platillos de mole, enchiladas y ríos de tequila, danzas
de ángeles carasucias y santos bailando a la luz de una luna color lavanda. Veo
al espíritu de Hendrix apoderarse de la guitarra de Gary Clark Jr. e
incendiarse en el mismísimo borde del escenario como un águila que se dispone a
lanzar su vuelo al filo del precipicio. Veo a la eterna amazona Susana Hoff
cautivando con unas Bangles, que lejos de ser una banda de autocovers rockean
como un grupo de quinceañeras en un garaje del extrarradio angelino, mientras
entre bastidores el espectro de Prince lanza una plegaria para que el lunes no
llegue nunca jamás. Veo en los ojos de Robert Plant todo lo que sus ojos han
visto. Una mirada de druida tolkieniano que capturó hombres al borde de la
locura, fugitivos del cadalso ocultos en pantanos sureños, y portadores de
fuego escapados de un cuento de Paul Bowles rumbo a la Tombuctú de los 333
santos. Veo a los Kings of Leon, a los que California ha estado esperando hasta
el infinito, regresar una y otra vez para buscar una pequeña Mona Lisa que dicen
olvidar siempre que vuelven hacia el Sur. Ellos ponen fin a la historia.
Comienzo a desandar el
camino. El Rose Bowl volverá a añorar sus épocas de gloria. En las colinas que
nos rodean, como pequeños haces de luz se ven los focos de incendio que azotan
esta tierra de promesas. Es la hora de la verdad para muchos. Los incendios se
apagan de noche. En el bus de regreso a Pasadena recuerdo las palabras de
Leonard Cohen: "Religión, maestros, mujeres, drogas, el camino, la fama,
el dinero, nada me eleva y me ofrece alivio del sufrimiento como
ennegrecer páginas, escribir”. Ahora, queda remontar el camino hacia Napa por
la célebre Pacific Coast Highway para ver a Chris Isaak, pero esa es otra
historia por contar, mal que le pese al amigo Frank.
JORGE CAÑADA