SAN FRANCISCO DAYS (II): CHRIS ISAAK
BREVE CRÓNICA DE UN VIAJE A LA COSTA OESTE
ESCRIBE: JORGE CAÑADA
Siri tiene el aspecto de uno de esos prodigios indios del ajedrez. Rostro inocente y nombre impronunciable. No disimula la molestia que le causa mi presencia. Me cuesta encontrar la razón de esa incomodidad, hasta que descubro que soy el único obstáculo entre él y el curry que espera detrás de la recepción del Morro Bay Beach Inn. Solo recobra cierta naturalidad cuando advierte que soy argentino y me pregunta si mañana veré el partido. Aprovechó la oportunidad para ganarme un late check out, que me asegure una pantalla a la hora en que la selección se juegue la clasificación contra Nigeria. Siri cree en el milagro, pero su deseo de suerte con los dientes apretados desmiente su exceso de confianza en Messi. Señala mi camiseta de Chris Isaak. Le pregunto si le gusta. Me dice que es bonita, que por sus colores adivinó que yo era argentino (la prenda que llevo puesta matiza tonos verdes y amarillos). Le aclaro que me refería a Isaak, a su música. Me dice que no lo conoce. Menciono “Wicked Game”, pero antes de prolongar el malentendido, me adelanto y le pido que me ayude a encontrar un lugar donde comer.
ESCRIBE: JORGE CAÑADA
Siri tiene el aspecto de uno de esos prodigios indios del ajedrez. Rostro inocente y nombre impronunciable. No disimula la molestia que le causa mi presencia. Me cuesta encontrar la razón de esa incomodidad, hasta que descubro que soy el único obstáculo entre él y el curry que espera detrás de la recepción del Morro Bay Beach Inn. Solo recobra cierta naturalidad cuando advierte que soy argentino y me pregunta si mañana veré el partido. Aprovechó la oportunidad para ganarme un late check out, que me asegure una pantalla a la hora en que la selección se juegue la clasificación contra Nigeria. Siri cree en el milagro, pero su deseo de suerte con los dientes apretados desmiente su exceso de confianza en Messi. Señala mi camiseta de Chris Isaak. Le pregunto si le gusta. Me dice que es bonita, que por sus colores adivinó que yo era argentino (la prenda que llevo puesta matiza tonos verdes y amarillos). Le aclaro que me refería a Isaak, a su música. Me dice que no lo conoce. Menciono “Wicked Game”, pero antes de prolongar el malentendido, me adelanto y le pido que me ayude a encontrar un lugar donde comer.
* * *
Morro Bay pudo ser el escenario que inspiró a Peter
Benchley cuando imaginó que un tiburón gigante podía alterar la apacible
existencia veraniega de un pueblo costero, a la vez que salvar su propia vida,
la de sus editores y unos cuantos productores de Hollywood. Sin embargo,
mientras camino sus calles en busca de comida, el paisaje se parece más al
escenario de “La Niebla” de Stephen King. Entre el espesor de la bruma solo se
distinguen las chimeneas de la central de energía, tan desmesuradas como el
peñón que da nombre a esta playa a mitad de camino entre Pasadena y Napa.
Mito o verdad, o ambas cosas, las andanzas
antropófagas de los tiburones no hacen mella en los cientos de surfers que cada
día surcan las aguas del Pacífico en estas costas. Me acerco a la orilla. Veo a
dos jóvenes algo alejados del epicentro de la escena, que a esta hora del día
está en el mar. Con sus figuras de semipesados dibujan torpes sombras munidos
de unos guantes de sparring algo anticuados. A un costado, una guitarra casi
descartada sobre una roca. Más allá, en ese afán por abarcarlo todo, una
longboard clavada en la arena húmeda también los denota principiantes en el
arte de remontar olas. Chris Isaak les diría que jugar en el agua resulta más
divertido que esquivar golpes en la cabeza.
Se los diría con razón. Era 1979 cuando un intercambio universitario lo
llevó a Tokio. Entre las clases y la guitarra, despuntaba el hobby familiar
haciendo guantes en el gimnasio. Le rompieron siete veces la nariz, pero aún
hoy se ufana de no haber sido noqueado jamás. Después de ser noqueado por Sonny
Liston, Floyd Patterson le dijo a Gay Talese: “No es una mala sensación…no
duele, y sientes el afecto de todo el público, pero luego esa sensación te abandona, caes
en la cuenta de dónde estás, qué haces ahí, lo qué te acaba de pasar, lo que sientes
es una herida confusa, y lo único que quieres es una trampa en medio de la
lona…una trampa que se abra y te caigas por ella”. El mismo vacío que describen
los músicos después de un show.
***
Hasta Santa Cruz se suceden San Lucas, Soledad,
Salinas. Luego, antes de llegar a Napa, seguirán San Francisco y Sausalito.
Entre las olas suaves de la Bahía de Monterey, un pesquero transporta la pesca
del día. Esta ciudad dominada desde su playa por un parque de atracciones
omnipresente, fue la cuna del surf y es mi anteúltima parada hasta el destino
final del viaje. Entro en el Santa cruz Diner en el 909 de Ocean Street.
Recorro con mi mirada las paredes atiborradas de objetos y reparo en una
diminuta reproducción de “La gran ola de Kanagawa”, esa captura del segundo
previo al caos, el momento en que la espuma se rompe. Tal vez sea en este sitio
donde Isaak descubrió su pasión por el surf durante los ratos libres que le
dejaba su trabajo de camarero. Esa época en la que dormía en la parte trasera
de una pick up aparcada frente a la playa. Quizás aquí haya nacido el concepto
de Baja Sessions, esa oda al road trip por la costa californiana más allá de
Tijuana, hasta un lugar con más cactus que gente. Su modesto giño a la cultura
surfer.
***
Tarde de un día radiante. Me asomo al Uptown
Theatre. Un coqueto edificio art deco
enclavado frente a la enésima iglesia presbiteriana. Ocho décadas y un par de
reaperturas, la última luego del terremoto que afectó a Napa hace apenas cuatro
años, y de cuya reconstrucción Francis F. Coppola fue benefactor. Viñedos y
arte, una combinación irresistible para él. En la calle lateral reluce el Tour
bus donde anoche, y sin quitarse su gorra de béisbol SWAT, entre bocados de
sándwich de sardinas y dando sorbos a un batido de palta, el Cantante vio
Loving You. Una vez más se rindió ante la historia de Deke Rivers, ese cadete
algo impulsivo que en un abrir y cerrar de ojos pasa de descargar cajas de
cerveza a derrochar talento a fuerza de voz y carisma. Para Deke, solo se trata
de responder sin esfuerzo al llamado inapelable del oráculo: “levántate y canta”, simplemente eso. Hay
una guitarra que no precisa ser enchufada o afinada, no hace falta ensayar con
la banda, ni preguntar “¿En qué
clave está la canción?”. Solo
levantarse y cantar. La gente aplaude.
Otro show quedó atrás. El Cantante se
pasea por los rincones de su casa. Una vivienda cómoda frente al mar desde donde puede ver aprendices de surfers y púgiles anónimos. Se
siente Mr. Lucky. Pasea su bajón por los pasillos interminables. Algunas agujas
de sol se clavan entre las rendijas de las persianas caídas. Lleva la guitarra
colgada por la espalda como un Elvis Made in Las Vegas o un Johnny Cash en el
ojo de un huracán de furia. El mástil apuntando al piso. Hay vinilos apilados
en el piso, algunos de los que compraba con su madre en las tiendas de segunda
mano. Ya no tienen sus tapas, o están manchadas por una humedad salina, que en
algunos casos intervino con criterio artístico las portadas originales. A
veces, en cuclillas y sin quitarse la guitarra colgante, aún se entretiene
manipulando las perillas de su vieja radio como el comandante de una nave
cósmica sin rumbo.
El Cantante recuerda su propio derrotero a la fama,
mucho más agreste del que ese joven interpretado por Elvis recorre en la
película que acaba de ver. Recuerda los eternos madrugones de su padre para ir
rumbo al aserradero, o el trabajo nocturno de su madre en la fábrica de patatas
fritas, mientras él pasaba la noche pegado al auricular de su vieja Silvertone
de madera sintonizada en el 99.3 de la emisora local KJOY (Lite Rock. Less Talk!). Recuerda cuando a los trece se compró su primera
grabadora y empezó a escribir sus propias canciones, acompañado de una armónica
e intentando imitar a Hank Williams, Lefty Frizzell o Whitman Slim. Recuerda su
foto sosteniendo una guitarra pegada en el tablón de anuncios de la tienda de
música de Stockton. Recuerda la sonrisa socarrona de los empleados de la tienda
cuando vieron que citaba a los desconocidos Connie Francis y Troy Shondell,
como sus influencias. Además de Elvis y Jerry Lee Lewis, claro. Pero Stockton
no era exactamente una meca para los músicos, y cuando buscó una banda de
respaldo, el grupo de talentos locales no era más que un puñado bien escaso.
Pero ahora cuando avanza entre el público con su propia versión de “Doin the
Best I Can”, por un instante de alguna manera difusa, él también se ve como una
encarnación del Héroe de la Clase Obrera. Ve a Elvis reconociendo en el joven
Deke el reflejo de su propio ascenso al Olimpo.
"¡Hice
otros trabajos! - piensa el Cantante-, de esos en los que miras el reloj cada 5
minutos, y media hora dura una eternidad, y ahora toco música para vivir, soy
Mr. Lucky!"
Cuando seis canciones más tarde arremeta con
“Pretty Woman”, la memoria de Orbison merodeará como la sombra que le rememora
sus días de gira con el crooner melancólico por excelencia. Sin duda, sus días
más felices. Pero el recuerdo también lo enfrenta con la eterna comparación de
aquellos que insisten en verlo como la vuelta a la vida de Big “O”. A veces
cree que Bertolucci lo convenció para aceptar el papel de Dean Conrad, ese
padre atribulado del Pequeño Buda, solo por esa escena en que le dice al Lama
Norbu: “No creo en la reencarnación”. Y apenas transcurrida una cuarta parte del
show, la sinuosa guitarra filtrada por un sonido de cuerdas MIDI que abre
“Wicked Game” le recuerda el aporte esencial de ese heredero silencioso de
Duane Eddy y Link Wray que es su amigo James Calvin Wilsey, en ese momento ni
siquiera imagina que su viejo compañero de andadas morirá seis meses después.
Pero hace veinticinco años que Cal ya no es el dueño de esa guitarra, y aunque
Hershel Yatovitz lo hace muy bien, desconoce ese ingrediente oculto que todo
clásico lleva en sus entrañas, y que incluso su creador no podría develar,
porque él tampoco lo conoce, simplemente lo interpreta. Aún puede escucharse el eco del aliento que
el Cantante lanzaba antes de que Wilsey arremetiera con su solo… ¡Enférmales
Cal!
Por un momento, esa sinusoide sónica lo transporta
a la atmósfera de un western crepuscular y evoca al Colorado Ryan de “Rio
Bravo”. Un Ricky Nelson inspirador, gastando cuerdas al son de “Get Along Home,
Cindy" para deleite de Chance, Dude y Stumpy. Cómo le hubiera gustado
interpretar ese papel, piensa el Cantante. Por eso huyó discretamente de ese
universo flotante en el que su amigo David Lynch decidió vivir. Pudo eludir
algunos compromisos, pero el Agente Chester Desmond estaba hecho a su medida,
solo había que caminar con el fuego y eso le resultaba tan familiar como la
devoción de Johnny Cash hacia June Carter hecha canción llameante, o su propia
versión de los hechos “…El Mundo se
prende fuego y nadie puede salvarme excepto tú...”. Pero se dejó extinguir
lentamente, como se dejó extinguir Julee Cruise, otra chispa esparcida por la
combustión creativa del genio de Twin Peaks.
Él siempre quiso ser el Capitan Bullit y
protagonizar con su propio Chevy Nova ´64 la legendaria persecución por las
empinadas calles de San Francisco, o ponerse en la piel del Sr. Rubio, ese
maleante solo concebible por un Tarantino hambriento, para quedarse con la
oreja de su rehén cual trofeo de un torero con traje espejado de 17 libras.
Desde que era un estudiante en la Stagg High School supo encontrar un mundo
distinto al que le ofrecían, quería vestir sus camisas hawaianas, trajes de
lana estilo años cuarenta, viejas chaquetas Letterman, zapatos puntiagudos y
diseñar su futuro de rock star, cuando camino al trabajo en la Stockton Box
Company, su padre lo dejaba en la escuela a las 5 AM.
* * *
El Cantante dice que no cree que vaya a ser especialmente recordado.
Solo quiere hacer bien su trabajo. No gasta mucho dinero, no tiene hábitos
caros. ¡Ah! ¡Y ya compró su tumba!
Cuando murió su padre le compró una, y entonces pensó que más le valía comprar
otra para su madre. Y había una tercera, así que
dijo “deme las tres”. Le advirtieron que en las lápidas solo podía escribirse el nombre.
Está a solo cien metros de donde creció, al lado del sitio donde nació, donde
su padre trabajó toda su vida. Estará al lado de ellos y habrá una piedra que
ponga Chris Isaak. Eso es todo, dice el Cantante, ese es el final de la
historia.
***
Llegando a Los Ángeles, el rumbo de los incendios va decidiendo mi
propio camino. Estoy a unas pocas calles del Westwood Village Memorial Park, el
cementerio donde enterraron lo que Frank Zappa dejó el día en que murió. Pienso
en Zappa y su propio incendio. Aquel que azotó el Casino de Montreaux durante
su show e inspiró el inmortal “Smoke on the Water” de Deep Purple, el riff de
Ritchie Blackmore, la letra de Ian Gillian. Mucho antes de morir, Frank tenía
listo su epitafio: “Recuerda que la
información no es conocimiento. El conocimiento no es sabiduría. La sabiduría
no es verdad. La verdad no es la belleza. La belleza no es el amor. El amor no
es la música. La música… la música es lo mejor.”. En su lápida no dice
nada. En el Westwood Village Memorial Park no permiten inscripciones sobre las
tumbas.