CALIFORNIA DREAMING (I): ARROYO SECO


BREVE CRÓNICA DE UN VIAJE A LA COSTA OESTE

¿Cómo refutar a un iluminado? ¿Cómo contradecir a quien todo lo contradijo? ¿Cómo desmentir a Zappa cuando afirmaba que escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura? “Es gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer”, eso era el periodismo musical para Frank. Pero aquí no se trata de escribir sobre música, ni de entrevistar a nadie, sino más bien de intentar atrapar en el papel lo que la música es capaz de provocar cuando todos nuestros sentidos están enteramente dirigidos a ella.
 Estoy en Los Ángeles. Arroyo Seco asoma como uno más de los eclécticos herederos 2.0 de un Woodstock que aparece cada vez más lejano, en el tiempo, en el concepto y en los protagonistas también. Para mí no es uno más, es el primero. En el camino vi aviones en vuelo, otros detenidos, cielos brillantes y niebla espesa, líneas de metro de todos los colores, parkings atiborrados de patrulleros, ambulancias y autobuses escolares, dentistas que se anuncian con luces de neón, familias acampando en las calles con carros de compra vacíos de comida, y tablas de planchar como todo mobiliario, Iglesias Presbiterianas, Iglesias Metodistas, Iglesias Bautistas, y un mar de camisetas verdes en procesión hacia los bares que proyectan el partido entre México y Corea del Sur, justo cuando creí estar a salvo del asedio mundialista. Llegué a la ciudad hace una hora. Di un vistazo alrededor, tratando de entender en qué dirección sopla el viento. Todas las hojas son marrones y el cielo es gris. Comienzo a pasear en el que parece ser el último día del invierno, pero L.A. aún no me hace sentir ni cálido ni seguro. Hasta que las colinas de San Gabriel comienzan a emerger de la bruma que diluye el horizonte, todo se parece demasiado al holocausto según Cormack McCarthy. Pero cuando el tren se acerca a Pasadena, el sol californiano comienza a disipar todas las sombras y el ambiente parece más propicio para los derrapes asfálticos de Van Halen que para el entramado de fobias que dan letra a “Big Bang Theory”. Dos orgullos de la ciudad, tan opuestos como exitosos.
Ni bien llego al predio contiguo al Rose Bowl, ese gigante que más que dormido parece abandonado, la realidad comienza a transformarse. Hasta aquí hechos más o menos objetivos. Del resto no estoy tan seguro, pero puedo contarlo.

Veo al fantasma de Tom Petty corriendo detrás de un sueño, mientras esparce las listas de los bises que le quedaron por tocar en la edición anterior del festival, todo bajo una lluvia interminable que no deja rastros en ningún lugar. Veo a los Milk Carton Kids con sus inocentes miradas de cuáqueros ensimismados cantando las canciones que Simon & Garfunkel no llegaron a escribir, sobre todo una que se llama “Freedom” y habla del futuro y dice que la libertad está brillando tristemente, que las velas se queman en la memoria, y que la libertad es un sueño que se desvanece. Una canción que no se parece en nada a una de Paul y Art que dice que la libertad es un camino oscuro cuando estás caminando solo y que el futuro es ahora. Veo a Belle & Sebastian imaginando a un Elvis reencarnado en un gato suburbano que deambula por estacionamientos, vive de la caridad del vecindario y se refugia en la camioneta del correo. Veo a Jeff Goldblum repartiendo trivia de Jurassic Park después de fallar en su intento por convencer al público del Willow Stage de que Herbie Hancock se había inspirado en él para componer “Cantaoupe Island”. Veo al futuro de un Jazz de dimensiones astrales pasar por las manos y los pulmones de Kamasi Washington con su imponente figura de tótem psicodélico, mientras Pharoah Sanders repite la misma escena con idéntico saxo tenor a trescientos metros y cuarenta años de distancia.
Veo a Seu Jorge cantar con la elegancia despreocupada de los cariocas, portador de una de esas almas ligeras que son capaces de conquistar el mundo, incluso sin un balón en los pies. Veo a The Pretenders y The Specials enviándose mensajes subliminales desde escenarios enfrentados fusionando ska, punk, reggae, new wave y rocksteady como si fueran dos caras de la misma banda buscando su identidad en el pub de un pueblo fantasma inglés de fines de los setenta. Veo a Jack White luciendo su figura de hombre de otro tiempo. Un personaje de Tim Burton. Un joven manos de tijera después del diluvio universal, tocando música de ayer que suena como si un millón de Voice o-Graph hubieran registrado todos los acordes posibles al mismo tiempo. Veo a Neil Young detrás de escena. Tiene la mirada perdida en el recorrido de uno de sus trenes a escala mientras repasa los acordes de “Train of Love”, que finalmente no tocará porque cuando llegue el momento, los Promise of the Real la confundirán con “Lotta Love”, y Neil les seguirá la corriente, porque a los hijos de un amigo no se los desaíra.
En el medio de todo eso un laboratorio de la NASA, jardines de flores exóticas, cervezas, vinos, platos gourmet, pelotas de golf sepultadas en un campo de golf abandonado, protectores solares orgánicos, y vinilos. Todo tiene precio.

Veo a Los Lobos viajar al corazón de un banquete mexicano después del tequio de un día de Santa Cecilia desbordado de platillos de mole, enchiladas y ríos de tequila, danzas de ángeles carasucias y santos bailando a la luz de una luna color lavanda. Veo al espíritu de Hendrix apoderarse de la guitarra de Gary Clark Jr. e incendiarse en el mismísimo borde del escenario como un águila que se dispone a lanzar su vuelo al filo del precipicio. Veo a la eterna amazona Susana Hoff cautivando con unas Bangles, que lejos de ser una banda de autocovers rockean como un grupo de quinceañeras en un garaje del extrarradio angelino, mientras entre bastidores el espectro de Prince lanza una plegaria para que el lunes no llegue nunca jamás. Veo en los ojos de Robert Plant todo lo que sus ojos han visto. Una mirada de druida tolkieniano que capturó hombres al borde de la locura, fugitivos del cadalso ocultos en pantanos sureños, y portadores de fuego escapados de un cuento de Paul Bowles rumbo a la Tombuctú de los 333 santos. Veo a los Kings of Leon, a los que California ha estado esperando hasta el infinito, regresar una y otra vez para buscar una pequeña Mona Lisa que dicen olvidar siempre que vuelven hacia el Sur. Ellos ponen fin a la historia.
Comienzo a desandar el camino. El Rose Bowl volverá a añorar sus épocas de gloria. En las colinas que nos rodean, como pequeños haces de luz se ven los focos de incendio que azotan esta tierra de promesas. Es la hora de la verdad para muchos. Los incendios se apagan de noche. En el bus de regreso a Pasadena recuerdo las palabras de Leonard Cohen: "Religión, maestros, mujeres, drogas, el camino, la fama, el dinero, nada me eleva y me ofrece alivio del sufrimiento como ennegrecer páginas, escribir”. Ahora, queda remontar el camino hacia Napa por la célebre Pacific Coast Highway para ver a Chris Isaak, pero esa es otra historia por contar, mal que le pese al amigo Frank. 
JORGE CAÑADA 
                                        

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