MARK LANEGAN – “Straight Songs of Sorrow” (2020)

Los tiempos están cambiando. A los setenta y nueve años, Bob Dylan obtiene su primer número uno en Billboard con una canción de casi diecisiete minutos en la que maldice, una y otra vez, el asesinato de John F. Kennedy. Lo llama el asesinato más detestable. En enero de 1964, dos meses después de la muerte de Kennedy, Dylan editaba su tercer larga duración (“The Times They Are a-Changin”). El disco incluía ‘The Lonesome Death of Hattie Carroll’, una canción que narra el asesinato de una mujer afroamericana, a manos de William Zantzinger, dueño de una plantación de tabaco. El hecho había ocurrido un año antes durante una fiesta de etiqueta en un hotel de Baltimore, en la que Zantzinger se dedicó a maltratar a los trabajadores del hotel. El homicida apenas cumplió la mitad de la irrisoria pena de seis meses de cárcel a la que fue sentenciado, y murió apaciblemente muchos años después, durante el gobierno del primer presidente afroamericano de los EEUU. El crimen de Hattie Carroll ocurrió en medio del revuelo causado por el film basado en el libro “To Kill a Mockingbird” (“Matar a un Ruiseñor”) de Harper Lee. En un pueblo ficticio de Alabama, dos niños sufrían prejuicios raciales cuando su padre (Atticus Finch, un abogado blanco) decide defender a un hombre negro inocente, acusado de haber violado a una mujer blanca. El acusado es declarado culpable por el jurado, y luego asesinado durante su traslado a prisión. 
Está claro que a Dylan nunca le importó demasiado Billboard, ni la duración de sus canciones fue una limitación para expresar su arte. No hay dudas acerca del impacto que la muerte de John F. Kennedy tuvo para su nación. Tampoco parecía haberlas respecto del asesinato de Martín L. King, ocurrido pocos años más tarde. Cada uno de esos magnicidios cargó con el aparente sino de cerrar una era en la que predominaba la creencia de que las ideas podían matarse, o al menos que morían con quienes las defendían. Pero la muerte de Hattie Carroll fue sólo una canción de Bob Dylan. ¿Fue sólo eso? 

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Durante ese mismo 1964, justo a un año de la muerte de Kennedy, nació Mark Lanegan. Uno de los  nombres recurrentes a  la hora de  señalar a los fundadores del grunge. Lanegan prefiere achicar la leyenda, y decir que tan sólo formó a los Screaming Trees, porque una banda era lo único que le permitiría costear sus adicciones. Los Screaming Trees iluminaron los últimos lustros del siglo XX. Lo hicieron con la discreta intensidad de esos candiles reservados para los sitios que deben permanecer en penumbras. Cuando lanzaron “Dust”, su glorioso canto de cisne, Lanegan ya llevaba editados un par de discos solistas. El primero de ellos, “The Winding Sheet” (1990), se iniciaba con ‘Mockingbirds’, una canción que apelaba a una alegoría sobre el curioso hábito del canto nocturno del ruiseñor; un silbido crescendo fuerte que sobresale en esas horas taciturnas, pero que en los ambientes urbanos requiere un esfuerzo adicional para elevarse por encima del ruido ambiente. Ese mismo disco rescataba ‘Where Did You Sleep Last Night’, un viejo blues de autor desconocido, otrora popularizado por Leadbelly (el bluesman al que suele atribuírsele el dudoso honor de haber sido el primer negro en dar un concierto para blancos). Kurt Cobain, que participó en el disco, quedó impresionado por la interpretación de su amigo Lanegan y se propuso grabar la versión definitiva (Háganse un favor, escuchen el final del “MTV Unplugged in New York” de Nirvana y presencien los mejores cinco minutos en la historia de esa banda). Además de sus adicciones, desde un día de abril de 1994, a Lanegan lo persigue el eco del teléfono de su casa en Seattle sonando insistentemente. La llamada que no atendió era de Cobain, su “hermano menor”, que ese mismo día se quitaría la vida. 

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Mayo de 2020. Pasaron treinta años desde “The Winding Sheet”, el tiempo suficiente para que la novedad se convierta en recuerdo, y una historia acumule el desgaste y la perspectiva brumosa necesarios para convertirse en leyenda, mal que le pese a Lanegan. Todo lo que quedó atrás moldeó a un hombre erosionado pero entero, con un bagaje de recuerdos que merecen ser contados. Sing backwards and Weep es el libro de memorias que retrata el exorcismo interior de Lanegan, intercalando dolor y emoción, muertes y resurrecciones. Caídas, recaídas y salvatajes. Y pérdidas, muchas pérdidas. Tan es así, que la dedicatoria simplemente reza: “Para Tony y todos mis amigos ausentes”. Tony es el famoso chef Anthony Bourdain, quien lo convenció de escribir el libro, y otro amigo que terminó quitándose la vida. El relato de sus memorias se inicia con la imagen de aquel noviembre de 1964, con el cuello de Lanegan rodeado por su cordón umbilical. Una experiencia que también parecía revivir en ‘Undertow’ de The Winding Sheet: “El miedo y la paranoia corren juntos en mis sueños. El agua me aceptará, dame la paz que nunca tuve. Recordando. abrázame, soy tan liviano. Por el aire no puedo respirar…”. Sing backwards and Weep no es su primera incursión bibliográfica. Lanegan participó de la serie Sleevenotes, en la que distintos cantautores relatan el proceso creativo detrás de algunas de sus obras más emblemáticas. Antes había publicado I Am the Wolf, una cuidada recopilación de lírica y relato. Definitivamente, un esfuerzo más íntimo y artesanal por recrear su obra. 

Mayo de 2020, en Mineápolis, George Floyd, un hombre afroamericano acusado de entregar un billete falso de veinte dólares es arrestado. Un policía sujeta con su rodilla el cuello de Floyd durante casi nueve minutos, quien permanece boca abajo en la calle, repitiendo una y otra vez “No puedo respirar”. 
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“Straight Songs of Sorrow” es el disco que reúne las canciones que fueron brotando durante la escritura de Sing Backwards and Weep. No es un soundtrack, pero transmite una densidad que no deja dudas acerca de la gravedad del contenido. Dos piezas que no fueron concebidas como una obra única, pero que en los recodos del devenir creativo fueron acumulando el sedimento aluvional que viajó con las efemérides de Lanegan, hasta quedar unidas de manera casi inescindible. Un libro que puede escucharse y un disco que puede leerse. 

El recorrido se inicia con ‘I Wouldn't Want to Say’, una puerta de acceso que permite retomar la senda justo allí donde la dejaron los Screaming Trees un par de décadas atrás. Lanegan desgrana un rosario de cuentas pendientes sobre un persistente colchón rítmico, hasta disolverse en un fade out con acople incluido. Lanegan nunca es el mismo, pero en todas sus versiones hay algo de sus encarnaciones anteriores. Por eso, el dúo con su esposa Shelley Brian en ‘This game ol Love’ trae sanas reminiscencias de los discos con Isobel Campbell (Belle & Sebastian), la aparición de Greg Dulli (The Afghan Whigs) es una invitación a repasar las imprescindibles discografías de The Twilight Singers/The Gutter Twins, y los invitados de lujo como Warren Ellis (The Bad Seeds), Mark Norton (Lamb of God) y John Paul Jones (¿es necesario completar el nombre que debe ir en este paréntesis?), no hacen más que brindar precisas referencias sobre la topografía musical que Lanegan lleva recorrida.  Aún cuando una escucha superficial pueda dar pistas falsas acerca de la falta de rastros de su eterna colaboración con Queens of The Stone Age, lo cierto es que sus aportes son justamente algunos de los giros más inesperados de la banda de Homme. Entonces, habrá que sondear los lugares menos comunes para encontrar guiños sutiles.  
En la misma veta, ‘Skeleton Key’ se apoya en un loop perpetuo con súbitas y leves interrupciones de cuerdas. La canción que esconde el nombre del disco vuelve a recurrir a la imagen de la respiración como símbolo de lo que nos aferra a la vida. Lanegan afirma que podría prestarnos diez mil lágrimas, y al escucharlo uno cree poder agotarlas todas menos una en los sesenta minutos que dura su descarnada confesión (Dicen que siempre hay que guardar una última lágrima para escuchar a Townes Van Zandt). ‘Ketamine’, quizá la creación central del disco, el Aleph donde confluyen todos los demonios que Lanegan enfrenta, funciona como un mash up entre una nueva revisita a ‘Where Did You Sleep Last Night’ y ‘God´s gonna cut you down’ del último Johnny Cash, aunque con sutiles inflexiones melódicas que en apariencia la tornan menos trágica, pero que en realidad esconden una dramática declaración de principios. A la manera de un Tom Waits de la Generación X, Lanegan parece contarles a sus propios nighthawks las desventuras de un hombre que ha recorrido cada encrucijada penando en busca de un bálsamo que lo hiciera sentir mejor, para poder plantar su bandera en costas distantes, y recorrer toda la Tierra con una mirada de mil millas. Lo hace sin estridencias, como diría Don Atahualpa, con la humildad del que sabe que, levantando la voz, no escuchará su propio canto. 
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“No puedo respirar” repite Floyd por última vez. Durante tres minutos más, continúa inmóvil y sin pulso. Los cuatro agentes que lo retienen no hacen ningún intento por revivirlo. El policía mantiene su rodilla en el cuello de Floyd hasta que llegan los servicios de emergencia, para entonces el hombre ya ha dejado de respirar. Cuando asocian el crimen cometido por la policía en el estado en el que él mismo nació, con el premonitorio título de su nueva canción trepando en el ranking de Billboard (‘Murder Most Foul’), Dylan no puede evitar pensar en uno de los alegatos de Atticus en el libro de H. Lee: “Los ruiseñores no se dedican a otra cosa que a cantar para alegrarnos. No devoran los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar un ruiseñor”. Quizás la muerte de George Floyd termine siendo sólo una película, o una canción. Pero una canción puede ser la sentencia más dura, y a veces incluso la única condena. Zantzinger, el asesino de Hattie Carroll, vivió maldiciendo a Dylan por “arruinar su reputación”.
John Cale, una de las caras de esa leyenda llamada Velvet Underground, tuvo el gesto de escribir el prefacio para I Am the Wolf. En él trata de describir el origen y la misión de la lírica y la voz de Lanegan, y afirma: “cantar es una forma de iluminar los escombros…Mark tiene esa cualidad en la voz” y los que lo escuchamos “…respiramos mejor mientras escuchamos.  Ese es el valor de las canciones. Nos ayudan a respirar”. (JORGE CAÑADA)

                                            

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