1991 – EL PRIMER AÑO DEL RESTO DE NUESTRAS VIDAS / EL RETIRO DE LOS DIOSES – 1994

Anclado en 1990, los Dioses no saldaron cuentas…”  cantaba Gustavo Cerati desde el Lado A de Canción Animal, el álbum que ponía a Soda Stereo fuera de foco, inalcanzable, alto, cada vez más alto en la cúpula del rock latino. Un comienzo de década que paradójicamente asomaba como el final de muchas cosas. El Muro, la Guerra Fría, el Comunismo soviético, el casete y el walkman, entre otros, se convertían en suvenires del pasado. El tiempo demostraría que nada es para siempre, ni siquiera los finales. Todo vuelve, como fetiche, memorabilia, objeto vintage, o reformulación ideológica. Pero ¿Qué cuentas habían dejado pendientes los años ochenta? La guerra fría comenzaba a disiparse en incontables batallas calientes. Un virus, al que el maniqueísmo del momento tiñó de rosa, ponía en jaque el lema inmortalizado por Ian Dury: Sex and Drugs and Rock’n’Roll. El asesinato de John Lennon, apenas iniciada una década que aún no digería la muerte prematura de Elvis, terminó de plasmar una orfandad de la que nunca nos recuperamos. Para el Rock todo era incertidumbre. Nos fuimos acostumbrando a esa tristeza, mientras mirábamos de qué lado de la mecha estábamos parados. 


Los noventa llegaron al ritmo parpadeante de unas luces de neón que habían alumbrado mejores noches. Un presagio del adiós a las bandas y solistas que brillaron en los ochenta. Los sobrevivientes harían su último esfuerzo por perdurar. El año 1991, capicúa, principio y fin, comenzó a delinear el perfil de un tiempo que ignoraba la llegada de una revolución musical gestada en el más ruidoso silencio. Toda rebelión necesita derribar mitos, y las revueltas del Rock’n’Roll no son la excepción. Hasta ahí, sólo la filosofía se había atrevido a matar dioses. Sin embargo, parafraseando a Tabucci, o más precisamente a su Pereira, la filosofía parece ocuparse de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la música parece ocuparse sólo de fantasías, pero quizá diga la verdad. Aquellos que habían sido encumbrados en la década pasada fueron devueltos a su condición humana. Entonces, con más o menos gracia, intentaron mostrar sus trucos de siempre, y lograron agradar con esa tibieza propia del sol otoñal. 

Unos Dire Straits que se pasaban de maduros, pero aún conservaban el don suficiente para sonar en cada calle, agotaban el combustible pesado con el que habían recorrido la ruta del telégrafo, y se afanaban por contar cuánto tiempo les quedaba para ganarse su entrada al Olimpo. A pesar de su oficio, Génesis ya no podía ocultar la evidente desaceleración de esa inercial fábrica de hits en la que se habían transformado con sus anteriores discos como trío. Con ‘We Can’t Dance’ confesaban algo que ya todos sabíamos. Conscientes de que no se puede seguir viviendo para siempre, iniciaban un lento camino de desconexión, como esas luces que se desvanecen con languidez, dejando una estela fugaz como inconsciente mueca de resistencia.  A Michael Jackson, que parecía retener su título mundial de indiscutible Rey del Pop, los problemas lo acuciaban fuera de la pista de baile, donde había intentado un peligroso equilibrio sin contrapesos para la fama y el ego. Su vano intento   por  sanar   un   mundo indefectiblemente pintado de blanco o negro, chocaba con demonios propios y ajenos. A él, sólo parecía quedarle por delante: rendición, fe y veinte años de calvario. El caso más dramático era el de Queen. Su final les fue anunciado. Sólo les quedaba arriesgar todos los días de sus vidas en la única apuesta posible: ofrecer su disco definitivo (Innuendo) y dejar que el show continúe. Malabaristas de otro mundo, en tiempo de descuento lograron todo lo que se habían propuesto. Hasta los decanos YES vieron ese año la última oportunidad de reunir en un solo disco, previsiblemente llamado Union, a las dos formaciones que se disputaban el nombre de la banda. Todo un gesto de solidaridad generacional frente a la inminencia de un recambio a esa altura inevitable.  

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Una tarde, al final de uno de esos aguaceros que lavan calles, se oyó una música que contagiaba angustias. La cargaban los vientos que arrecian después de los milagros. Llegaba deshilachada, hecha jirones, como el sonido de una retorcida banda escolar atravesada por ráfagas de riffs disonantes, ahogada en solos de textura aulladores y tonalidades extrañas y zumbantes. Sonaba a espíritu adolescente, arrastraba el ímpetu y la arrogancia atropellada del punk. Tenía, en esencia, todo lo que hace falta para escribir la canción decisiva: tres minutos, dos acordes, toda la verdad. Eran los primeros ecos de ese lamento afónico que llegaba desde el extremo noroeste americano, y que entre el verano y el otoño boreal se materializaría con la publicación de tres discos trascendentales: Ten (Pearl Jam), Nervermind (Nirvana), y Badmotorfinger (Soundgarden). Justo un año antes, el Facelift de Alice in Chains había demarcado el primer vértice de un cuadrado poderoso con base en Seattle, pero rodeado de innumerables focos creativos dondequiera que las antenas de radio se orientaran. Antes o después, Faith No More, Red Hot Chili Peppers (su ‘Blood, Sugar, Sex, Magic’ se editaba el mismo día que Nevermind), Pixies, Dinosaur Jr, Uncle Tupelo, The Smashing Pumpkins, Mudhoney y tantos otros habían invadido las bateas con una avalancha de creatividad incontenible. Grunge era su nombre de pila, y más allá de las múltiples acepciones que se le pretende atribuir al término, lo cierto es que ese canto nos sonaba a enojo, a ira contenida, pero también a desesperanza y frustración. Una suerte de origami musical con pliegues ininteligibles y una carga emotiva que buscaba mostrase como la antítesis de todo lo que había entretenido a los baby boomers. 

Nirvana asomó como la banda que lideraría la gesta de la Generación X. Pero el Grunge adolecía de cierto mal congénito que aún estaba por ser descubierto: carecía de un líder capaz de sobrevivir a su propio karma. Kurt Cobain padecía del “Síndrome Monk”. A comienzos de los años setenta, el genial pianista Thelenious Monk abandonó la música para recluirse hasta morir. Todas las especulaciones sobre el motivo de esa decisión se resumían en la pregunta: Thelonious ¿Qué te pasa?”, a la que él respondía: “Todo, todo el tiempo”. A Cobain le pasaba todo, todo el tiempo. ¿Cómo iluminar ese oscuro paisaje del alma, que como un agujero negro atrapaba todo lo que sucedía en torno a Kurt? Justamente, al amparo de una banda, donde muchos de sus contemporáneos habían encontrado respuesta para lidiar con su propio horizonte de sucesos sombríos, el líder de Nirvana sólo veía otro callejón sin salida. Decía Joan Margarit: “Se pagan caros los intentos de destruir el dolor, porque también está el amor ahí. La inteligencia es salvarlo todo”. Pero Cobain desoyó el precepto hipocrático que manda que “Lo primero es no hacer daño”, en su caso no hacerse daño, y no pudo salvarse ni asimismo en su intento por destruir su dolor.

En aquel 1991, R.E.M. dio el salto de popularidad con Out of Time, un puro ejemplar del rock alternativo americano tendía el puente de plata para que el Mainstream se camuflara con las notas típicas del Indie. A la vez, la banda de Athens, con espaldas suficientes para conservar su independencia creativa, actuaba de catalizador para un grunge que comenzaba a resultar atractivo para las audiencias masivas pero que aún eran vistos como demasiado crudos para los amantes del pop, y como mocosos imberbes para las huestes del hard rock. 

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Del otro lado del Atlántico, y después de firmar la conquista de América, U2 proyectó su propia llegada a la Luna. El impacto que supuso la metamorfosis encarnada por Acthung Baby en esos tiempos, fue de una dimensión sólo comparable con la “traición” eléctrica de Dylan circa 1966. Pero quien pisa la Luna, quiere llegar a Marte, y los dublineses no resistieron la tentación. Los pasos siguientes (Zooropa y Passengers) los llevaron a un sitio del que les costó regresar. Su obsesión por asomarse al futuro terminó por ponerlos en un lugar incómodo. El primero de marzo de 1994, un mes antes de que Cobain decidiera apagarse en un solo acto, U2 ganó un Grammy al mejor álbum alternativo por Zooropa, relegando a Star (Belly), In Utero (Nirvana), Automatic For The People (R.E.M.) y Siamese Dream (The Smashing Pumpkins). Bono no disimuló su fastidio al recibir el premio, que consideraba insólito en ese contexto, y aprovechó el micrófono para enviar su mensaje a los jóvenes americanos: “Vamos a continuar abusando de nuestra posición y jodiendo al Mainstream”. 

La venganza de “la industria” no tardaría en llegar. Esa misma noche tuvo lugar otro hecho que aceleraría el cambio de época. A Bono le tocaba dar el discurso homenaje que los organizadores de los Grammy le habían encomendado para Frank Sinatra. MTV exhibe en vivo y en directo un golpe de estado del que el cantante de U2 es involuntario partenaire, y su amigo Sinatra víctima inconsciente. El homenaje se transforma en la patética escenificación de un retiro forzoso. Lo que Sinatra llama “La mejor bienvenida que jamás haya recibido” deviene en una despedida humillante. Frank sale a escena aturdido por la ovación. Bono lo ayuda y se retira del escenario. Aún conmovido, un Sinatra frágil como un niño, pero manteniendo intacta la cadencia con la que solía deslindar estrofas, suelta con arte y nitidez lo que brota de su emoción. Se queja amablemente porque no le dejan cantar un par de canciones. Detrás de escena, Bono resiste los embates de los productores que le insisten para que retire a Sinatra del escenario. A los cuatro minutos, el director sube la música y manda abruptamente los comerciales. Sinatra queda solo y confundido en el escenario. Bono se acerca, lo abraza y le murmura: “Hora de irnos, Frank”. Ese día el Rock terminó de quedarse huérfano, porque si bien a Sinatra nunca le gustó el rock and roll, como Bono se encargó de aceptar aquel día, ese no es un sentimiento mutuo. La gente del rock adora a Sinatra porque poseía lo que todos queremos: soberbia y actitud. Actitud seria. Actitud mala. Frank es el presidente de los malos. Este tipo, declara Bono, es el jefe. El jefe de los jefes. El big bang del pop. La prueba viviente de que Dios es católico. 

Echemos un manto de piedad, y como Borges, creamos que el infierno y el paraíso son desproporcionados, que los actos de los hombres no merecen tanto. Pero he aquí una deuda no saldada. Déjennos creer que en ese instante en que alguien decidió jubilar a Sinatra, a meses de cumplir sus ochenta años, la posta la tomó Bob Dylan, en aquel entonces un joven de 53 años. Tal vez, Dylan esté intentando reparar el daño. Ya se encargó de quitarle sangre al cielo rojo de los U2, siempre dispuestos a exagerar un poco. Desde su Shadows in the Night viene rindiéndole un tributo sin fin a Sinatra. Tres discos y cincuenta y dos canciones dan cuenta de ello. En mayo, cuando cese el diluvio, Bob cumplirá sus ochenta, Por favor, no lo retiren. No es su hora. Aún no oscurece. (JORGE CAÑADA)

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