CANCIÓN SIN NOMBRE (Melina León / Perú, 2019)

El cine de ficción, en general, es una traición a la realidad, aunque no nos demos cuenta. Y está bien que así sea. Salvo que una película se inscriba en el subgénero del cine denuncia, que es la apuesta de este filme. Entonces, la cosa cambia. Melina León, la directora, coescribió el guion junto al norteamericano Michael J. White. La película se basa, y representa, una investigación periodística conducida en 1981 por el periodista Ismael León (el padre de la directora) desde el diario La República, sobre una red delincuencial de tráfico de niños recién nacidos, que eran negociados con sus madres o simplemente robados de las guarderías para luego colocarlos en hogares del extranjero.

La sutileza es que los hechos han sido ubicados en 1988, durante el tramo final del gobierno de Alan García, cuando la ofensiva de Sendero Luminoso era intensa y la anomia envolvente. Aquello no es un detalle menor si consideramos que el principal y único argumento de la película -que divide al mundo en pobres oprimidos y en desalmados burócratas- es mostrar las sombras abominables de un Estado abusivo, violento, corrupto y burocrático. Que, en realidad, era el Estado del segundo belaundismo, de la primavera democrática de inicios de los ochenta; y que se troca por el Estado ocupado por el inefable primer gobierno de García. Si el papel aguanta todo y el celular también ¿Por qué no el cine? A fin de cuentas, el cine es una representación de la realidad y de la Historia, y responde a la visión y al pensamiento de un autor. No existe una obligación de fidelidad o de certeza. 

Pero no, así no son las cosas. El problema comienza cuando al inicio se inserta el "basado en hechos reales". Los títulos de crédito están hechos con portadas de periódicos y fotografías que corresponden al primer gobierno de García. Hay una clara intención de situar los acontecimientos, en términos históricos y políticos, de marcar la cancha, de crear condicionamientos en el espectador y contar, administrando, gananciosamente, pecados políticos ajenos, echándole una raya más al tigre. Y, con honestidad, no nos parece. Antes que situar temporalmente y narrar, se prefiere el juego político y la oscuridad. En ese momento, “Canción sin nombre” pierde. 

Al inicio de “La boca del lobo” (1988), la gran película de Francisco Lombardi, se leen unos carteles explicativos que ponen en contexto el terrorismo y la ficción, sin cargar las tintas o atribuir responsabilidades. Este filme no transitaba por el cine denuncia, tampoco era un documental o un instrumento de acción política. Era un drama rural centrado en unos hombres armados, en peligro y rodeados por un enemigo ubicuo. Basada en la matanza de Soccos, ocurrida durante el segundo gobierno de Belaunde, no ponía énfasis en ese detalle, no restregaba la herida dejada por el belaundismo y enfrentó la presión del Comando Conjunto de Alan García antes de su estreno. Pero, ayer y hoy, es una película imparcial, inteligente, no subordinada a ningún interés político. Y los hechos en la ficción pudieron haber ocurrido en el gobierno de García o en el de Belaúnde. No había necesidad de marcarlos, resultaba irrelevante, lo importante era contar la historia y describir el fenómeno. Lo mismo ocurrió en su momento, por ejemplo, con “The Changelling” de Clint Eastwood, una cinta sobre el extravío, secuestro y asesinato de un niño en la Norteamérica de los años veinte. Una película magníficamente contextualizada y sin sesgo. Donde la urgencia política y el drama histórico no apuraron la objetividad, ni la fidelidad. 

Decimos esto, porque “Canción sin nombre” es un filme que se toma el tiempo necesario y medita alrededor de la fotografía. La composición visual, el trabajo con el blanco y negro para proveer atmósfera y temperatura -un innegable punto a favor del cinematografista Inti Briones- termina siendo inversamente proporcional a la rigurosidad dramática, a la solvencia en la dirección de actores y a la eficiencia en el relato donde se perciben forados y desniveles. La ópera prima de Melina León tiene elementos del cine político de denuncia, también de drama social y hasta de narración homoerótica, al estilo de “Fresa y Chocolate”, gratuita e inconvincente esta última. (ÓSCAR CONTRERAS)

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