EL ÚLTIMO VALS DE ROBBIE ROBERTSON (1943 - 2023)

Escribe: Rogelio Llanos Q.

 I.

“Miré fijamente la oscuridad a través de la ventana del tren hasta casi quedar completamente ciego. Me palmeé la rodilla marcando el ritmo y sonreí para mis adentros. Sonaba como una canción típica del lugar al que me dirigía”. Tales son las primeras frases de Robbie Robertson en su libro Testimony que da cuenta de su intenso y fructífero itinerario vital. En aquellos momentos el joven Robbie no tenía la menor idea de lo que su obra musical iba a generar en la vida de tanta gente que decidió, al escucharlo, formar sus bandas, componer canciones y lanzarse a la carretera. Sí, a aquella carretera que se llevó con el paso del tiempo “a muchos de los grandes: Hank Williams, Buddy Holly, Otis Redding, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Elvis…”, tal como le dice, cargado de tristeza, Robbie a Martin Scorsese en The Last Waltz. 

Pero, eso no lo sabía, Robbie Robertson cuando decidió, pleno de ilusiones ir tras los pasos de Ronnie Hawkins y su banda, The Hawks. Era 1960. Tenía apenas dieciséis años, una enorme vitalidad y una mente y un corazón abiertos para acumular sensaciones, visiones y emociones. Tenía ante sí el paisaje desafiante que se extendía desde Toronto, Ontario hasta Fayetteville, Arkansas, pero entre ambas fronteras lo que resonaba en su cerebro era “Saint Louis Blues”, la vieja tonada que Bessie Smith hiciera famosa allá por 1925 y el “Meet me in St Louis”, el hermoso musical de Vincente Minnelli. Cada espacio que recorría, cada pueblo por el que pasaba, cada paisaje que observaba le traía sonidos que él convertía de inmediato en versos o en armonías musicales. El encuentro con Ronnie Hawkins fue la oportunidad que tuvo para alternar con músicos mayores y en garitos en donde muchas veces al humo de los cigarrillos y a los vapores del alcohol se sumaban las trifulcas y las cabezas rotas. Ese encuentro le permitió también iniciar una larga amistad con el baterista sureño Levon Helm, con quien formaría más adelante esa banda admirable que se conocería como The Band. 

II.

Nacido de madre india, la historias y la música de sus ancestros marcó profundamente la niñez y adolescencia de Robbie Robertson. Una posesión en toda regla habría dicho él. Muchos años después, sus canciones, cargadas de nostalgias y recuerdos transmitirían con sus sonidos, su ritmo y sus voces aquellas imágenes, tonalidades y matices que lo alimentaron en sus años formativos. Había magia en su música. De ello no me cabe la menor duda. Imposible permanecer indiferente ante esa explosión de sonidos y sentimientos que Marty Scorsese se encargó de propalar y eternizar en imágenes en el filme de homenaje y de despedida de The Band en noviembre de 1978. 

“Deseaba alcanzar el cielo con mi forma de tocar”, cuenta en su libro Robbie. Y al enorme empeño que le puso a su participación en The Hawks, unió su deseo de enriquecer su vida y su incipiente creación musical con aquellas sensaciones que le deparaba las lecturas de William Faulkner y Flannery O’Connor. “Los escritores del Sur me parecían los más adecuados para los paisajes que veía mientras estábamos en la carretera”.  Robbie Robertson no sólo poseía la virtud y el genio para transformar sus visiones en música, tenía el olfato para reconocer de inmediato el talento ajeno. Ese don hizo posible convertir a Rick Danko de potencial carnicero en un virtuoso del bajo eléctrico y en una de las voces más entrañables de The Band. Y ese don le permitió descubrir que, tras las intensas interpretaciones vocales de Richard Manuel, pianista tan discreto como alcohólico, se escondía un ser muy sensible que oscilaba entre el humor amable y la diversión desbordante. 

III.

El joven músico que llegó a The Hawks para hacer realidad sus sueños de guitarrista, tampoco sabía en la frontera de los sesenta que la historia de la música guardaba un sitio especial para él. Todo lo que él esperaba en ese momento era estar en el escenario o en el estudio de grabaciones haciendo de manera intuitiva aquello que era el motivo de su existencia. Nunca necesitó de una partitura para extraer de su guitarra los sonidos que rondaban por su mente. Sí, nunca lo necesitó hasta que Garth Hudson, y sus acordes jazzísticos que plasmaba en el pentagrama, se cruzó en su camino. The Band estaba casi listo para nacer, cuando The Hawks con la voz de Ronnie Hawkins grabó en 1963 el clásico de Bob Didley, “Who Do You Love”, tema que también abriría la participación de los invitados en la célebre despedida de The Band que fue The Last Waltz. “Hace dieciséis años empezamos con un amigo, Ronnie Hawkins, The Hawk”, así presentó Robbie Robertson a Ronnie Hawkins en el concierto final de The Band. Y la versión que allí construyeron fue realmente incendiaria. Instaló de inmediato la atmósfera que predominó a lo largo de todo el larguísimo recital: entre la vitalidad y la nostalgia, entre la entrega generosa y la gratitud a aquellos que hicieron posible que los sonidos de The Band se instalaran en la historia de la música y en el corazón de toda una generación. 

La historia de Robbie Robertson es la historia de The Band. Es la historia del encuentro de Robbie con cuatro jóvenes músicos con quienes construyó más que un grupo musical, una hermandad que legó al mundo de la música un álbum capital como fue Music from Big Pink (1968) que marchaba a contracorriente de las composiciones que se hacían en aquellos años turbulentos. The Band cantaba con orgullo, no exento de nostalgia, acerca de su gente, de su familia, de sus tierras, de su historia, de los valores tradicionales. Cuatro de los once temas incluidos en ese álbum pertenecían a Robbie Robertson, entre ellos un tema que se convertiría en un clásico de The Band, “The Weight”. Según el mismo Robbie, la letra de la canción, que narra el encuentro con una serie de personajes disímiles y extraños, habla de la imposibilidad de obrar bien y tenía como fuente de inspiración los films Viridiana y Nazarin de Luis Buñuel. 

El segundo álbum, compuesto de doce temas y denominado The Band (1969), tiene su total autoría, aunque en tres canciones participa Richard Manuel y en una, Levon Helm. El sueño de aquel niño de convertirse en un narrador de historias, que fue una de las imágenes que lo impresionó en su infancia cuando estuvo en contacto con la gente de la tribu a la que pertenecía su madre, se hacía ahora realidad. Sus canciones tienen ese sello distintivo: Robertson convertido en una suerte de hablador o de cantor de historias personales reales o ficticias pero que arrojan luz sobre el pasado histórico de Norteamérica a través de la presencia de granjeros, sindicalistas, soldados sudistas y una galería de personajes marginales. 

IV.

En los sesenta, y teniendo como eje Nueva York, la música folk había tomado por asalto bares y teatros. Dave Van Ronk, Fred Neil, Mississippi John Hurt y muchos otros aparecían en los carteles y avisos publicitarios de los diferentes locales en los que se daban cita músicos, periodistas, gente de la farándula y agentes artísticos. John Hammond, el hombre que había hecho posible la contratación del joven Dylan por parte de Columbia Records, invitó una tarde a Robbie Robertson a una sesión de grabación en los estudios de la productora musical. Fue aquella tarde de 1965 en que nacieron los sonidos de “Like a Rolling Stone”, el clásico de Dylan, pero también el comienzo de una gran amistad teñida de una profunda complicidad. Dylan invitaría a partir de allí a The Band a que lo acompañara en su nueva aventura creadora: el paso de los sonidos acústicos a aquellos sonidos eléctricos que, tras el violento rechazo inicial de sus seguidores que consideraban una traición a la tradición folk, se instalaron definitivamente en el repertorio de un Dylan terco y genial que tuvo en Robbie Robertson y sus muchachos el soporte sonoro imbatible que lo instalaría definitivamente en la gloria. 

Ese encuentro de Robbie Robertson con Dylan significó para el primero la posibilidad de encarar recitales multitudinarios y frente a públicos abiertamente agresivos. Dentro del escenario americano como del europeo la hostilidad puso a prueba el temple de unos músicos que no se arredraron ante los insultos y el rechazo casi unánime de los presentes. La respuesta de Dylan y los músicos liderados por Robertson fue la de tocar aún más fuerte. Muchos años después, recordando aquellas duras experiencias, Dylan se refirió a Robertson y a los demás músicos como “unos caballeros andantes, valientes y fieles…”. 

Cuando Dylan, luego de su accidente en moto que le sirvió de pretexto para huir de la multitud y del mundanal ruido, se refugió en las inmediaciones de Woodstock allá por 1966, Robbie Robertson y sus amigos con los que formaría The Band, se instalaron en las cercanías de su casa. Las visitas cada vez más continuas de Dylan a la casa rosada donde se alojaba Robertson dieron lugar a magníficas sesiones musicales que derivaron en las llamadas cintas del sótano (Basement Tapes) que se publicarían en la década siguiente. Estas sesiones no sólo fueron fructíferas en el plano musical. “Es tiempo de amistad, de convivencia comunitaria. La capacidad musical de Hudson se pone al servicio del compositor Robertson, que se entrega al sentido rítmico de Helm y a las voces irrepetibles de Danko o Manuel”. Las sesiones del sótano permitieron también un mayor acercamiento entre Dylan y Robbie Robertson. Cuando en los setenta, Dylan decidió volver a los estadios y coliseos, The Band estuvo con él. Las versiones de los clásicos de Dylan nunca sonaron tan vitales y tan guerreros como entonces, y el Before the Flood (1974), el álbum doble que registra parte de los recitales que dio el autor de “Just Like a Woman” es una excelente muestra de lo que Dylan podía hacer teniendo como cómplices a una banda genial. 


V.

Cuando en 1970 The Band lleva a cabo su proyecto de tercer álbum, Stage Fright, la situación anímica del grupo no es la mejor. Las tendencias autodestructivas de Richard Manuel se hacen evidentes y la tónica general del álbum, con sus pequeñas e importantes excepciones, es la de la inserción en atmósferas sombrías, si bien subsisten aquellos encuentros con extraños y pintorescos personajes del pasado a los que Robbie Robertson gustaba incluir en sus versos. De cualquier forma, aún cuando este tercer álbum no estaba a la altura de los anteriores, temas como “The Shape I’m in”, “The W. S. Walcott Medicine Show”, “Daniel and the Sacred Harp” y “Stage Fright” permitían comprobar que el talento y la creatividad de Robertson y sus amigos estaba latente y dispuesto a potenciarse en cualquier momento. 

Y, efectivamente, tras la decepción crítica de Cahoots (1971), su cuarto álbum, el Rock of Ages, un álbum en vivo, y con versiones que respetaban las creaciones originales, fueron ejecutadas con el brillo y la genialidad de los primeros tiempos. Para los críticos y para muchos seguidores de The Band no escapó el hecho de que esta puesta al día de los viejos temas era un signo también de los nubarrones que ya se acercaban. No se podía ocultar el hecho de que la creatividad desbordante con sus improvisaciones, experimentaciones y armonías vocales estaban cada vez menos presentes en sus interpretaciones. Y es que las discrepancias, el cansancio, las drogas y el alcohol estaban mellando con mayor fuerza aquel sentimiento de cariño y unidad que predominó en buena parte de la década anterior. Los enfrentamientos y desconfianzas entre Robbie y su viejo amigo Levon Helm eran cada vez mayores. Aquella hermandad que nació de manera tan entrañable a comienzos de los sesenta estaba tocando a su fin. Moondog Matinee (1973) era un conjunto de covers y versiones de algunos clásicos de Chuck Berry, Fats Domino, Sam Cooke, Jerry Leiber y Mike Stoller y otros. Northern LIghts – Southern Cross fue, principalmente, un gran esfuerzo de Robbie Robertson por sacar adelante al grupo cada vez más distante y dividido; sin embargo, este álbum contiene tres hermosos temas: “It Makes No Difference”, “Acadian Driftwood” y “Ophelia”. A pesar de que tuvo una buena recepción, la suerte de The Band estaba prácticamente sellada. 

La grabación de Islands (1977), con su tono mortecino, y con una excepcional “Georgia On My Mind”, no hizo sino ratificar el fin que ya se acercaba. Y es que Robbie Robertson, cansado de las disputas y del desconcierto generalizado en el que se encontraba The Band, propuso hacer un último concierto a manera de despedida. El concierto final fue The Last Waltz y, como es ampliamente conocido, especialmente por los cinéfilos y melómanos de estirpe, fue filmado por Martin Scorsese y lo que allí quedó plasmado, tras una cuidadosa y esmerada planificación, no es otra cosa sino el más bello concierto de rock jamás filmado. Luego de The Last Waltz, Robbie Robertson llevó a cabo una actividad intensa en el campo del cine, colaborando muy estrechamente con Martin Scorsese (de Toro Salvaje a Killers of the Flower Moon, las notas bibliográficas contemplan un gran número de colaboraciones) y con otros cineastas. Asimismo, es dueño de una obra importante como compositor e intérprete solista que resulta imprescindible revisar: Robbie Robertson (1987), Storyville (1991), Music for the Native Americans (1994), Contact from the Underworld of Redboy (1998), How to become Clairvoyant (2011) y Sinematic (2019). 

VI.

A Robbie Robertson y The Band los conocí a fines de la década del setenta a través del filme de Martin Scorsese, The Last Waltz. Su música me cambió la vida, me abrió nuevos horizontes y tuve así oportunidad de entrar en los predios del jazz, del blues y de los clásicos. Unas composiciones me llevaron a otras. Unos músicos y cantantes me condujeron hacia la obra de sus pares, evidenciando con claridad sus influencias y sus relaciones. Me hicieron entender que la música carece de fronteras y que, más bien, existen lazos muy estrechos entre los diversos géneros musicales. Entendí, además, que no hay artistas mejores o peores, que lo que hay son sonidos infinitos que me emocionan y que me desafían en una suerte de llamado constante al gozo y a la erudición. Jamás olvidaré esos hermosos planos de The Last Waltz donde imágenes y sonidos se integran armoniosamente para hacernos participar de un ritual celebratorio en el que el gozo y la nostalgia se confabulan para tomar por asalto nuestros sentidos y aposentarse para siempre en nuestra mente y en nuestro corazón. 

Descansa en paz, querido Robbie. Gracias por tu música. Desde aquella lejana función de matinal que Hablemos de Cine organizó en el cine Country hace cuarenta y tres años, los hermosos sonidos de tu música forman parte de mi cotidianidad melómana. Que los encantadores y entrañables acordes que creaste como obertura de The Last Waltz te acompañen en tu viaje final.

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