Un cuarto de siglo del “No Code” de Pearl Jam

“Hola, agente Cooper. Nos veremos de nuevo en veinticinco años. Mientras tanto...”, decía Laura Palmer en el cierre de la segunda temporada de Twin Peaks. Corría 1991 y la odisea del agente Dale Cooper, encargado de investigar el asesinato de la propia Palmer, entraba en el túnel del tiempo. El universo que gira en torno a Cooper y Palmer quizás sea el fruto más popular que haya brotado de la imaginación de David Lynch. Su historia transcurre en Twin Peaks, un pueblo suspendido en el tiempo, una ciudad tan invisible como las que Ítalo Calvino hizo que el viajero Marco Polo le contara al rey de los tártaros Kublai Kan, ignorante de la vastedad de su imperio. 

La onda expansiva de aquella criatura Lynchiana crecía a la par de una eclosión creativa que tenía epicentro en Seattle, un vendaval de rabia y desesperanza que con sus ráfagas de riffs disonantes arrasaba una era de falsa euforia. Con algo de su despreocupada incoherencia, Lynch retrató un ambiente provinciano que replicaba, tal vez de manera inconsciente, la escena que acunó los primeros signos vitales del grunge. Una comunidad construida en base a deseos y miedos, reglas absurdas, perspectivas engañosas, donde toda cosa escondía otra. Es tan difícil no ver en la anciana detrás del mostrador de un pequeño pueblo a un entrañable personaje de Twin Peaks, como no oler el espíritu adolescente que desprende la imagen de Laura Palmer coronada como reina escolar. El gigante que habita el cuerpo de un desapercibido camarero es el encargado de brindarle a Cooper las pistas del caso. Va soltando frases crípticas, como lo son para el Rey Kan algunas de las sentencias de Marco Polo. Los gigantes tienen vidas cortas, Cooper lo sabe. 

El grunge sufrió de gigantismo. Apenas cargaba un lustro en sus espaldas, y quienes le habían dado vida desaparecían tristemente, o ardían como bonzos solitarios. Esos años fueron una carrera contrarreloj para sacar lo mejor de todos ellos. Promediaban los noventa y el grunge tenía los días contados. Nirvana fuera de competencia, Soundgarden lanzaba su primer canto de cisne, y Alice in Chains languidecía en formato unplugged. Todo insinuaba un lento fade out. Le atribuyen a Beethoven aquello de “no rompas el silencio si no es para mejorarlo”, pero es en el reino del silencio donde se alzan las voces definitivas. Pearl Jam ensayaba su grito primal. 

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En 1996, Pearl Jam no sólo enfrentaba su propia crisis de madurez, sino que además navegaba en el barco a la deriva con el que amenazaba en convertirse el grunge ya sin el ancla de un Kurt Cobain muerto en combate, y en camino a convertirse en macabro clickbait de la última revolución musical del siglo XX. La banda se adentraba en la madurez con más dudas que certezas. Vedder tratando de convertir al grupo en su propio vehículo de expresión. Ament “subiéndose” tardíamente a unas caóticas sesiones de grabación. Un ex RHCP (el inmenso Jack Irons) haciéndose cargo de los parches mientras aún resonaba el repiqueteo de las baquetas que Abruzzesse lanzaba al final de ‘Rearviewmirror’ como prematura señal de abandono. La banda se acercaba peligrosamente a ese momento en el que dejan de ser importantes los motivos de las discusiones, todo se parece demasiado a una pulseada de poder y, como supo decir el Indio Solari, “entonces resulta que escribe letras el que no debería, y toca la guitarra el que no tendría que tocarla”.

Hay quienes no creen en el pasado, y hay quienes piensan que el pasado se repite, no una ni dos veces, sino en ciclos infinitos, hasta convertirse en una carga insoportable. Siempre están los que prefieren olvidarlo, pero nunca podrán pretender que no existió. Al final, todos somos desconocidos con un pasado común. Para Pearl Jam era imposible evitar la mirada hacia atrás. Habían parido tres discos claves en menos de un lustro y convocaban toda la expectativa de una generación que veía como, uno a uno, caían sus portavoces. Si Ten (1991) había sido un terremoto devastador, y Vs (1993) su réplica implacable, Vitalogy (1994) se convirtió en el tsunami que sólo deja tierra arrasada. El sucesor debía ser el disco de la reconstrucción.

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No Code parece una de esas fortalezas construidas desde su interior hacia afuera con la única intención de proteger lo que no se puede ocultar, como Cambaluc, esa capital que el Gran Kan sí conocía, un territorio que no precisaba del relato fantasioso del navegante, la ciudad que contenía a su vez tres ciudades cuadradas, una dentro de otra, con cuatro templos y cuatro puertas que se abrían según las estaciones. Como Cambaluk, No Code cobija cuatro piezas hilvanadas que conforman su esencia. Un conjunto que al menos desde lo musical amaga con despegarse del pasado. La seguidilla ‘Who You Are’ - ‘In My Tree’ - ‘Smile’ - ‘Off He Goes’ es una suerte de suite que completa un cuarto de hora innovador y nos deja sabor a poco, no porque lo que precede y continúa no esté a la altura, sino porque probamos algo nuevo y queremos más. 

Fue el disco al que le tocó sobrellevar el duelo de una generación. El que condensa ese instante que revela que el milagro de la resurrección ya no es posible. En otras palabras, para seguir la ruta que propone No Code hay que disponer los sentidos “siempre vuelta hacia atrás”, como el Marco Polo de Calvino, consciente de que “lo que ve está siempre a sus espaldas”, que su viaje está hecho de memorias. Hay una sensación de estar navegando entre la gran ola y la bajamar, intuyendo el camino entre el destello y la penumbra. Eso es No Code, un disco de penumbras. Sombras débiles entre la luz y la oscuridad. Nada nos deja percibir con precisión dónde empieza la una o acaba la otra. Límites difusos. Luz que se adivina. 

Cuando Neil Young proclamó que el R’N’R no había muerto, también nos decía que en el cuadro hay más de lo que nuestros ojos pueden ver. Eso intenta mostrar No Code: lo que siempre estuvo en la foto y nunca vimos. Luego de una apertura que no se aleja de las costas que Pearl Jam suele merodear (el crescendo intermitente de ‘Sometimes’ y la furia guitarrera de ‘Hail, Hail’), la atmósfera cambia repentinamente por la percusión concentrada de Irons, el efecto de la voz duplicada de Eddie y unas palmas simuladas que crean el espejismo de un coro góspel. ‘Who You Are’ se abre paso como himno introspectivo. El primer corte del disco se arrastra como la secuela espiritual de Nusrat Fateh Ali Khan, el músico pakistaní con el que Vedder colaboró en el soundtrack de “Dead Man Walking”.

Cuando aún no se superó el shock, llega ‘In My Tree’ como declaración de intimidad y principios. En ese orden.  Con ‘Who You Are’ forman un tándem que juega como las dos caras de una moneda: la exploración y la reafirmación del terreno conocido. ‘Smile’ es el medio tiempo más poderoso que la dupla Vedder y Ament haya suscrito jamás. Simple y efectivo. Nada de lo que está allí es casualidad. Casi tan perfecta como el resultado del Big Bang. ‘Off He Goes’ funcionaría como un complemento ideal para el ‘Unknown Legend’ de Neil Young, el héroe del grunge en su versión más reposada. Sobre una de sus mejores melodías, Vedder explora las incompatibilidades de la fama y la amistad. Todo vuelve a su cauce a partir de ‘Habit’, y aunque ‘Present Tense’ y ‘Mankind’ destacan, una por ser una pieza de orfebrería que abunda en inspiradas inflexiones, la otra por su carácter novedoso (primera ausencia completa de Eddie y el link más nítido con Brad, el proyecto paralelo de Stone Gossard), no es hasta la llegada de ‘I’m Open’, un spoken word que quizás contenga la semilla conceptual del álbum, donde la búsqueda toma consistencia y No Code se consolida como un hito en la discografía de Pearl Jam. Pasarían seis años y dos discos hasta que “Riot Act” se insinuaría como una suerte de secuela incompleta. Otro duelo, el de la tragedia de Roskilde, devolvía a la banda a una nueva hora oscura. Las semejanzas van desde los títulos (‘You Are’) hasta la exploración del sonido (‘Arc’). 

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A pesar de los enigmas irresueltos que dejaba la segunda temporada de Twin Peaks, pocos creyeron que su creador fuera a retomar el hilo de la frase inconclusa (?) de Laura Palmer. Lo cierto es que, días más, días menos, veinticinco años después de aquella despedida, David Lynch les devolvió la vida a sus personajes. Lejos de dar respuesta a todos los interrogantes abiertos en su ciclo inicial, la historia escaló un espiral que recuerda la epopeya de los mineros de Ted Chiang subiendo a la Torre de Babilonia con la misión de cavar en la bóveda celestial. Twin Peaks trascendió toda dimensión, perforó su propio techo para reiniciar su camino desde un nivel superior. Al final no había respuestas, sino más preguntas. Tal vez refiriéndose a “Las ciudades invisibles”, Calvino decía que un libro “es un espacio donde el lector ha de entrar, dar vueltas, quizás perderse, pero encontrando en cierto momento una salida, o tal vez varias salidas, la posibilidad de dar con un camino para salir”.

 Han pasado veinticinco años desde que No Code viera la luz. Si bien puede apreciarse como una obra completa y acabada, y tampoco prometió secuelas, también es cierto que abrió un camino que merece ser explorado, donde la distancia más corta entre dos puntos no es una recta sino un zigzag.  Una senda en la que Pearl Jam podría ahondar sin riesgo de repetirse, mostrar matices sin desdibujarse, abarcar más sin apretar menos. A los que hubiéramos preferido ese camino, nos resuena la frase de Pasternak “Aquello duró sólo un instante, pero hubiera podido eclipsar la eternidad”. Aún es demasiado pronto para lamentar lo que no fue. Estamos a tiempo. Dejemos que la vida termine la frase.

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