Invisible en vivo en el Teatro Coliseo 1975 (2022)

 LA INVISIBLE BUENA MEMORIA

Siempre tuve la sensación de llegar a ellos a través de las canciones equivocadas. A Dylan con ‘Man Gave Names to All the Animal’, a Cohen con ‘Dance Me to the End of Love’, a Bowie con ‘This is Not America’, a Waits con ‘Downtown Train’, y la lista podría seguir hasta perderse en el infinito. Además de buenas melodías, todas esas canciones tienen suficientes motivos para convencerte: un animal tan suave como el cristal, una paloma que puede llevarte de regreso, un milagro por ocurrir, una luna amarilla agujereando el cielo nocturno. Sin embargo, por alguna razón desconocida, ninguna de ellas alcanza el canon de calidad que impone el fan promedio.

El caso de Spinetta fue distinto. La ‘Bengala Perdida’ es una canción inapelable. Un destello en la inmensidad de un mar fúnebre. Un estribillo que te suelta al vacío justo cuando parecía ir a tu rescate. Una poesía que puede desmentirlo todo. A veces, los milagros no alcanzan, y del barro, tal vez no se vuelva.¿Cómo resistirse a esa melodía agridulce que envuelve a la tragedia del futbol? ¿Cómo no sucumbir a ese breviario del desconsuelo? Caja de herramientas indispensable para superar la travesía inhóspita de “Tester de Violencia” (1989), un álbum inconmensurable, tan necesario para el alma como exigente para el oído.

Todos tenemos nuestra propia puerta de entrada a los universos que habitamos. Un recorrido único por las galaxias que lo integran. Un viaje arbitrario en el tiempo y la distancia. Siguiendo la estela de esa canción imprescindible, descubrí que antes de ser Spinetta, el Flaco había sido Almendra, Pescado Rabioso, Invisible. El de Invisible quizás sea el acceso más arduo al universo spinetteano, y su recorrido, probablemente el más intrincado de una discografía ya de por sí compleja. Invisible es una escala del viaje, pero también es un viaje en sí mismo.

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En 1975, Argentina se retorcía en una maraña de intrincadas luchas intestinas. En ese abismo entre abismos, había lugar para una celebración que estaba comprometida con el ser humano. "A veces parece que estamos en el centro de la fiesta. Sin embargo, en el centro de la fiesta no hay nadie. En el centro de la fiesta está el vacío. Pero en el centro del vacío hay otra fiesta”. Si la poesía vertical de Roberto Juarroz pudiera escapar a todas sus abstracciones, seguramente pintaría la imagen de una tierra que se debate cíclicamente entre distintas realidades, una dentro de otra como muñecas rusas, alternando el dolor provocado por las heridas fratricidas que no terminan de cicatrizar, con la imperiosa necesidad de evadirse, dándole la espalda a esa sangría. 

En esa tierra arrasada, Spinetta hablaba de abrir puertas hacia algo superior, de una búsqueda espiritual hacia una percepción más completa del universo. Una vivencia totalizadora. El arte como remedio. Invisible fue concebido como uno de los vehículos para ese viaje. Y lo fue tanto en el plano musical, como en el concepto filosófico que albergaba. Por entonces, la banda ya promediaba su periplo cósmico. Un itinerario cada vez más hermético y ambicioso. Un par de años atrás, la experiencia grupal de Pescado Rabioso había decantado hacia el formato casi solista en “Artaud” (1973). Se intuía un viraje desde la distorsión hacia un sonido más cristalino. Ese proceso, al que el mismo Spinetta describía como “almendrización”, terminó de cuajar cuando reclutó a Machi y Pomo, la base rítmica que acababa de grabar el “Volumen 3” de Pappo’s Blues. 

Luego de un single cargado de promesas (‘Estado de Coma’ / ‘Elementales Leches’), llegó el primer LP, el homónimo “Invisible”. Un trabajo que insinuaba las estilizadas formas de la evolución en marcha, sin abandonar por completo los trazos más gruesos de un efectivo rock de guitarra, bajo y batería.  Rastros que desaparecerían casi por completo en el siguiente álbum. Ese 1975, “Durazno Sangrando” confirmaría el derrotero. Un Spinetta que había abrevado, entre otras fuentes, en el taoísmo, aspiraba a una mirada más amplia de su entorno. En sus palabras: “el Durazno representa dos visiones de la vida espiritual, una oriental y la otra occidental.” 

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En el centro de ese vacío que ocupaba todos los espacios, hubo una fiesta. El Teatro Coliseo de Buenos Aires fue el lugar. Dos días, cuatro funciones, siete mil personas fueron testigos de un ritual mágico en el que Invisible ofreció su kit de supervivencia. La llegada de “Durazno Sangrando” despertaba la curiosidad de propios y ajenos, entre ellos un Astor Piazzolla crítico de la escena roquera local (“están lejos de todo”), y que más tarde tomaría distancia de la obra de Spinetta (“se dispersó como las aspas de un molino de viento"), pero a quien el Flaco veneró con genuino fervor, llegando a erigirlo como sinónimo de “tango” en una tardía plegaria por el amor perdido: “…Piazzolla, la tarde, el aire...las ganas de partir...” (‘Ave seca’ Los Ojos (1999) – Spinetta y Los Socios del Desierto). 

Durante años, como talismanes que pasan de mano en mano, circularon cintas piratas entre los fans. Llega ahora un álbum que refleja con fidelidad el brillo que el paso del tiempo no logró velar. La selección de canciones que componen esta cápsula del tiempo funciona también como un compendio de la breve vida de la banda. A la necesaria ‘Durazno Sangrando’, que de entrada nos pone en contexto con su poética de ensueño, se le suman tres agradables pares. Dos canciones del primer álbum, ‘El diluvio y la pasajera’, probablemente el primer guiño certero de un sutil acercamiento al jazz, y una dilatada versión de ‘Azafata del tren fantasma’. Las dos caras de un simple publicado a finales de 1974 (‘Oso del sueño’ / ‘Viejos ratones del tiempo’) que retratan adecuadamente la transición progresiva desde la contundencia del rock a estructuras menos esquemáticas. Para terminar de componer el conjunto, también hay espacio para dos inéditos que integrarían el siguiente álbum: la austera belleza de ‘Que ves el Cielo’, y ‘Perdonado’, que destaca por la potente performance vocal de Spinetta. 

Lejos de la melancolía, la edición del material registrado en esas fechas es un acto de justicia evocativa, porque la grabación no solo recupera un hecho artístico intrínsecamente valioso, sino que tiene además el mérito de capturar una atmósfera. La instantánea de un momento. El perfume reparador de un oasis. Transmite el espíritu de refugio con el que el arte puede cobijarnos. El silencio reverencial que devuelve el sonido ambiente es el eco de un vacío solo interrumpido por la gratitud del aplauso. Pero, no todos fueron elogios. Miguel Grinberg, cronista indispensable de la época, algo desconcertado por el rumbo que tomaba la aventura de Spinetta, reseñó con dureza el impulso innovador de Invisible: “Como en algunos ejercicios espirituales budistas, su resultado linda con el vacío”. 

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A Invisible le quedaba poca vida, pero aún habría de entregar su obra más acabada y definitiva. “El Jardín de los Presentes” llegaría con la siguiente primavera, justamente precedido de un single que incluía un respetuoso homenaje a Tanguito y su ‘Amor de Primavera’, elevando al rango de clásico a esa canción en vías de quedar sepultada en el olvido. Además de los temas anticipados en los conciertos del Teatro Coliseo, “El Jardín de los Presentes” incluiría incunables como el ‘Anillo del Capitán Beto’ y ‘Los Libros de la Buena Memoria’, obras mayores que abrazaban un puñado de canciones que desde su aparente inocencia presagiaban abismos por venir. En la última estrofa de ‘Las Golondrinas de Plaza de Mayo’, entre acordes que se hamacan con la cadencia de un anunciado final de fiesta, Spinetta suelta unos versos que en retrospectiva erizan la piel: “Se van en invierno, vuelven en verano, las golondrinas de Plaza de Mayo. Y si las observas comprenderás que solo vuelan en libertad”. JORGE CAÑADA

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